NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Indisolublemente asociado a la gran empresa de la Enciclopedia, el nombre de Jean le Rond d’Alembert ha sido menos reconocido que el de su compañero Diderot y de hecho se cita casi siempre a su lado, como el socio más calculador y cerebral que en un momento dado abandonó el proyecto dejando a su tenaz amigo, entusiasta hasta lo temerario, a merced de las fuerzas que pretendían impedir la culminación de la magna obra. Por su perfil más científico que literario, como matemático y geómetra de prestigio, la figura de d’Alembert no ha sido tan celebrada por la posteridad como la de otros representantes de las Luces, pero eso no quiere decir que sus Obras, una parte de las cuales ha sido editada para Cátedra por Juan Manuel Ibeas-Altamira y Lydia Vázquez, hayan dejado de interpelar a los lectores contemporáneos. La selección contiene fragmentos de una Memoria personal, algunas cartas principales y una muestra de artículos no científicos aparecidos en la Enciclopedia –correspondientes a las entradas Colegio, Diccionario, Erudición y Ginebra–, pero sin duda es el famoso Discurso preliminar (1751) que abría el primer tomo de la serie, muy admirado por Montesquieu, Voltaire o Condorcet, la pieza central del volumen. Redactado con claridad y elegancia, el Discurso puede ser leído como texto autónomo y conserva su cualidad de manifiesto de la Ilustración, destacando por la ambiciosa modernidad de su planteamiento y el alcance universal de su perspectiva. Entre nosotros, los españoles de ambos mundos, el cauteloso desafío de d’Alembert a la autoridad inquisitorial inspiraría a varias generaciones del partido de los philosophes, como demuestra la presencia de sus libros –de las ediciones originales, pues no se tradujeron hasta el siglo XX– en las bibliotecas de los ilustrados ultramarinos, que admiraban su condición de hijo natural hecho a sí mismo. Tachado de impío por los elementos reaccionarios, el campeón del libre pensamiento ejemplificaba la pasión por el estudio, el escepticismo en materia religiosa, una visión consecuente y sensata que abogaba por la secularización de la ciencia y de la vida pública. Su defensa de la tolerancia y de la educación sin censura fue muy seguida en España por los santos padres institucionistas. Todavía en ellos, la idea de progreso conservaba su fuerza germinal, antes de que el abuso de los políticos mediocres y su legión de retóricos aprovechados la devaluaran hasta convertirla en calderilla.
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