DEVOLVER AL REMITENTE
Ildefonso Ruiz
Vergüenza absoluta
Brindis al sol
Desde la última década del franquismo y hasta bien entrada la transición si la sociedad española dio muestras de gran madurez política la causa pudo estar en que la democracia había sido deseada y preparada gracias a una amplia gama de lecturas. Y esa misión difusora la realizaron una serie de editoriales, cuya labor debería recordarse por el significativo papel desempeñado abriendo, con sus libros, los ojos de muchos españoles. Quizás sea, por tanto, buena ocasión para evocarlas la reciente concesión del Premio Nacional concedido a la editorial Acantilado, digna heredera de aquellos nombres pioneros que decidieron que un sello editorial era algo más que una industria y debía ser una garantía para preparar un régimen de libertades. El primer nombre que irrumpió con fuerza, en los sesenta del pasado siglo, fue la Biblioteca Breve de Seix Barral. Una editorial que contó con un comité de lectura (José María Valverde, José María Castellet, Joan Petit, Gabriel Ferraté) totalmente preparado para esa labor, convirtiendo, durante años, la aparición de cada título en un acontecimiento esperado como agua de mayo por ilusionados lectores. El ejemplo anterior, promovido por Carlos Barral, se extendió pronto por Barcelona, con la creación de Anagrama, iniciativa de Jorge Herralde, continuada por Beatriz de Moura con Tusquets, y Esther Tusquets con Lumen. Se abrió así un abanico de opciones literarias e ideológicas para enfrentarse con los nuevos compromisos. Fue aquella la Barcelona cosmopolita –hoy tan añorada–, foco máximo de atracción para todo escritor que buscara salir de su entorno provinciano, incluido un Madrid, entonces muy apagado, si se exceptúa el caso de Taurus, editorial a la que Jesús Aguirre imprimió un aire más europeo y tuvo el atrevimiento, tan simbólico, de publicar el primer libro de Fernando Savater. También en Madrid, Manolo Arroyo recuperó para Turner a una buena serie olvidados regeneracionistas. En esos años, Abelardo Linares también acumulaba experiencias para colocar, con Renacimiento, Andalucía en el nuevo mapa de la edición. Todo esto, quizás resulte ya lejano, pero aquellas editoriales permitieron que circularan libros muy necesarios. Después ya vinieron otras –también dignas del mayor aprecio–que multiplicaron aquella simiente. Entre ellas, Acantilado, de la mano de Jaume Vallcorba, que supo captar cuáles eran los títulos que buscaba una España ya europeizada. Bienvenido, pues, este nuevo premio, ampliable al gremio español de la edición, merecedor de tantos reconocimientos.
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