NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Nacieron los asesores de imagen y, en parte, murió el carisma. Gustar a casi todos es destruir lo que nos distingue de los demás (que suele ser nuestro mayor atractivo). Hoy una suerte de triunfitos, de productos de consumo para el gran público, han sustituido a dirigentes, autoridades y representantes de todas las esferas. Es verdad que la historia nos ha enseñado a desconfiar de los falsos líderes, de quienes enarbolan banderas para fines propios, de aquellos para los que el patriotismo es un arma de manipulación. Pero el presente ha venido a enseñarnos lo contrario, que el vacío de poder o, más bien, el poder acomodaticio es más peligroso aún. Son dos maneras aparentemente opuestas que persiguen el mismo fin, engañar. La primera con discursos grandilocuentes, la segunda bajando la voz, llevándonos por lugares comunes, dándonos coba o provocando nuestro desafecto para campar a sus anchas. Quizás el gran reto actual de las democracias y demás instituciones sea salvarse de tanta agua mansa. Asumir que los corderos son lobos disfrazados.
Antes pensaba que un representante debía ser alguien con verdadero magnetismo, algo que no me atrevo a definir, pero existe. Alguien, no sé, con conocimiento y capacidad para ir por delante. Alguien dispuesto a servir y a dar la voz a los que no la tienen. Alguien elegido por los demás e incontestable en las decisiones más elementales. Alguien que desprecia la soberbia e ignora la vanidad porque le hacen sentir ridículo. Alguien tan distinto y único que es capaz de representar a todos.
Ahora sé que un representante es alguien, en muchísimos casos, mediocre. Alguien dispuesto a servirse del lugar destacado que ostenta. Alguien que va por detrás de los que mandan y no por delante de los que representa. Alguien vulgar, a quien la vanidad le convierte en un ser ridículo. Alguien que ha llegado al puesto por malabarismos electorales y desidia de los que han dado el paso atrás. Alguien a quien el oro le humilla. Alguien tan anodino que no representa a nadie y que es capaz, llegado el caso, de negarse a sí mismo.
La mediocridad no tiene ideología ni credo ni oficio. Sólo responde a su propio interés, que suele ser muy chiquito (figurar o perpetuarse en el poder). Personifica la evidencia de que el rey siempre va desnudo. Se sirve de una sola frase que vale tanto para el roto como para el descosido. Son ellos, ahí están. Los hemos escogido nosotros.
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