NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Ella me recuerda con una foto un regalo de la India, un pequeño pañuelo de seda. Con las rupias que pude, compré otros dos; tengo tres hermanas. Más que una tienda, era una casa humilde pero grande, con incesantes desniveles y recovecos. Un claroscuro laberinto para el visitante, que pasaba de una estancia a otra como si cambiara de mundo; atravesando atmósferas de penumbra entre tabiques asimétricos, hasta llegar a una sala cuya solería debía de yacer bajo una montaña de tejidos ingrávidos, que nos hizo de asiento para tomar un té con leche en tazas desparejas, hechas de un barro primitivo que no importaba romper.
Cómo elegir, te decías, sin que el viejo comerciante descalzo mostrara sino paz y gentileza: ni medio asomo de la intriga de un regateo de zoco árabe. Era en Benarés, Varanasi, ciudad sagrada donde los anfiteatros que son tanatorios, los gaths, en la orilla del Ganges eran higiénicas barbacoas donde los ya no vivos se volvían ceniza. A los pobres de solemnidad que dejaban de serlo por fin se los dejaba sumergir con pétreos pesos, porque sus familias carecían de dinero para leña y liturgia. De vez en cuando, emergían desde el fondo, apenas amarrados entre lienzos y quebrados por el abdomen, imposiblemente resucitados.
Por su centralidad en el comercio de seda, especias, marfil y esculturas, el Benarés por donde atraviesan las nieves ya líquidas del Himalaya fue génesis del budismo; que, hijo del hinduismo, viene a ser lo que el protestantismo al catolicismo medieval. Pero a dos océanos de distancia, y otros más de tiempo. Varanasi es esencia descarnada y crisol de Shiva y de mil otras indescifrables deidades y libertarios ritos, al sur de donde un continente a la deriva colisionó contra otro, erigiendo la insuperable cordillera que divide dos mundos climáticos, el de la India y el de las verdes desolaciones de Mongolia, con el fielato del Tíbet y la estribación del Pakistán. Tan inmensa frontera mineral hace que China e India hayan guerreado poco.
Al ver anudado a su cuello una prenda de la que yo no recordaba colores ni estampado, la memoria se descerrajó. Reviví cómo un mono me quitó las gafas junto a un estanque rojo, y que los testigos se rieron moviendo sus cabezas a derecha e izquierda. El mangante y sus colegas examinaron el trofeo, y lo tiraron al agua.
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