Síndrome expresivo 70: Humores en la escritura

El orador hipocrático

El orador hipocrático

El orador hipocrático / Mohamed Hassan en Pixabay

Una de las características de la comunicación humana es la obligatoriedad de la interacción social para ser efectiva. Por lo tanto, emisor y receptor interpretan los papeles principales de un juego lingüístico, donde lo esencial es el intercambio de información. Este análisis propio de Perogrullo debe ser matizado con un aspecto situacional que, en muchas ocasiones, es despreciado por los hablantes a la hora de construir unos enunciados coherentes.

No sé si mis queridos lectores han experimentado alguna vez ese sentimiento paradójico provocado por dos fuerzas antagónicas: la vida privada y el escenario público en la existencia de cualquier individuo. Por ejemplo, un día nos levantamos con la obligada inquietud de consultar la previsión meteorológica antes de preparar con esmero los elementos para el correcto funcionamiento de la lavadora. Aspavientos, gruñidos, recuerdos sinceros a los ancestros del inventor de la dichosa máquina. Todo en orden: los muros de nuestro apartamento rinden homenaje a esa labor ejemplar en el ámbito privado. Sin embargo, solo un par de horas más tarde presumimos de nuestro control de la situación delante de los amigos: "En mi casa mando yo. Esta mañana he puesto dos lavadoras: una de ropa blanca y otra de color, porque me ha dado la gana". ¿Sorprendente? En absoluto: la mirada del otro hace que nuestros mensajes se adapten al contexto comunicativo particular.

Como consecuencia, la comunicación lingüística queda condicionada por el público al que nos dirigimos. Por ello, los emisores debemos cuidar varios aspectos como el tono, el estilo de redacción y el vocabulario específico. A veces, olvidamos que siempre hablamos o escribimos para alguien y que no podemos obviar las características concretas de estos individuos: edad, sexo, raza, idioma, formación cultural, ideología política o credo religioso. Aquí, muchos supuestos oradores contrastados olvidan que existe un público con nombres y apellidos al otro lado del atril y se limitan a hilar un discurso florido y pomposo que nada tiene que ver con los intereses del auditorio. Como es lógico, ya imaginan el resultado desastroso de un intercambio informativo unidireccional y monológico.

Otro factor fundamental para una correcta expresión oral y escrita es el temperamento del emisor. En este sentido, ya Hipócrates en el siglo V a. C. llamaba la atención sobre la importancia de estos rasgos particulares en la comunicación humana. Según esta doctrina, hay emisores flemáticos, caracterizados por una imagen de buen rollito y continuas reflexiones en voz alta en las presentaciones orales, y una escritura ordenada y legible. En principio, suelen vender la moto con una sonrisa de anuncio de clínica dental y breves chistes solo divertidos para él mismo. A veces, este modelo se confunde con el orador sanguíneo, especialista en impostar la voz para elevar los espíritus de los asistentes. Suele hablar y escribir con un ritmo alto, sin perder la fluidez. Normalmente, intercala citas de autoridad y reflexiones de personajes históricos como Steve Jobs, W. Churchill, Luther King, M. Gandhi, N. Mandela o la clásica de J.F. Kennedy.

En el otro extremo, se presentan los emisores que han tenido una mala tarde (como cualquiera) y no saben cómo disimular. El primero de ellos es el melancólico, que pierde el hilo de los enunciados y va rellenando los silencios como puede. Suele provocar ansiedad en los receptores, porque piensan que se está cachondeando de ellos. Al final, se dan cuenta de que el pobre es así y poco pueden hacer por él. Un sentimiento de compasión, que está muy lejos del provocado por el orador colérico. Este arquetipo también recibe el nombre de ponente o articulista perdonavidas, ya que insiste una y otra vez en lo inteligente que es y en las bondades de su currículum. La reacción habitual del receptor puede resumirse en esta frase: “Sin él, la NASA ya no es lo que era”.

¿Se puede superar?

La expresión lingüística debe emanar de un espíritu sereno y equilibrado. Aunque parezca extraño, los receptores no se chupan el dedo y detectan de inmediato al simple impostor, al estafador posmoderno, al burdo imitador o al acomplejado de turno. Por lo tanto, querido lector, busca la normalidad en la puesta en escena, la naturalidad en las reflexiones y un sentido de equilibrio entre los polos enfrentados. La normalidad será tu mejor aliada.

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