Cuando Jaén era más bonito: el vacío del Teatro Cervantes y la ciudad que el tiempo se llevó
Una crónica sentimental sobre el patrimonio perdido y la memoria urbana de una ciudad que lucha por no olvidar como fue
Hay una Jaén que ya no existe, una ciudad paralela que solo sobrevive en el álbum familiar de los abuelos, en postales descoloridas donde el tiempo se ha detenido para siempre, en los relatos que se transmiten de generación en generación como un testamento emocional. Es la ciudad del Santo Rostro, sí, pero también la de las plazas desaparecidas, los callejones que ya no llevan a ninguna parte, las perspectivas únicas que sucumbieron ante la piqueta y unas ideas de progreso que, con el paso de las décadas, se han revelado como catastróficas para la identidad jiennense. Recordar aquel Jaén no es solo un acto de nostalgia; es un ejercicio de duelo colectivo por un patrimonio urbano malherido, una lección de urbanismo y sensibilidad que duele en el alma de quienes aman esta tierra.
Los cimientos olvidados: la Jaén renacentista y barroca
Para calibrar en toda su magnitud el expolio urbanístico sufrido, debemos retrotraernos a los siglos en que Jaén emergía como una ciudad próspera dentro del Reino de Castilla. Entre los siglos XV y XVI, su población creció considerablemente, reflejando una época de esplendor que quedó grabada en la misma piedra de sus edificios. La fisonomía de sus casas mostraba esa prosperidad creciente: balcones de hierro forjado y rejas artesanales en fachadas encaladas que brillaban bajo el sol jiennense; ventanas con arcos de medio punto en las buhardillas, que permitían la ventilación en los calurosos veranos; y, marcando el ritmo de las calles, los característicos soportales, un elemento distintivo de la arquitectura popular jiennense que proporcionaba sombra y refugio, creando una relación íntima entre el espacio público y el privado.
Durante el siglo XVI, la trama urbana de origen islámico se transformó profundamente con la apertura de calles más anchas y la creación de nuevas plazas, que respondían a una nueva concepción del espacio urbano. La construcción de la Catedral, ese gigante que aún domina el horizonte de la ciudad, reordenó completamente todo su perímetro, condicionando la expansión urbana en los siglos siguientes y estableciendo un nuevo centro neurálgico alrededor del cual giraría la vida de la ciudad.
A pesar de todo, los siglos XVII y XVIII marcan un cierto receso en la evolución urbanística de Jaén. Es en este periodo cuando se proyectan los jardines de la Alameda, un espacio de esparcimiento que aún hoy perdura, y se consolidan nuevos espacios extramuros, como la Plaza del Mercado, donde se ubicarían la Casa de Comedias y el Cuartel de San Rafael, estableciendo los primeros apuntes de lo que sería la expansión futura de la ciudad. El cereal fue el cultivo básico de la provincia de Jaén hasta finales del siglo XVIII, cuando irrumpe definitivamente el cultivo del olivar, un cambio económico que marcaría para siempre no solo la economía, sino también el paisaje y la cultura de toda la provincia.
El siglo XIX: La dialéctica del derribo y los primeros ensanches
La mentalidad que acabaría devorando gran parte de la Jaén histórica germinó precisamente en el siglo XIX. Los ediles liberales, imbuidos de nuevas ideas urbanísticas, anhelaban una ciudad de calles rectas, amplios ensanches y espacios diáfanos. Las murallas medievales, vistas como un corsé que impedía el crecimiento, comenzaron a caer una tras otra. El derribo sistemático, acusado por la Desamortización de Mendizábal —con la expropiación de las tierras eclesiásticas y la destrucción de muchos de los conventos religiosos de la provincia de Jaén—, tuvo episodios particularmente dramáticos: la Puerta de Martos fue reducida a escombros en 1846; la Torre almohade de San Agustín compartió un destino similar; el Alcázar Viejo (Castillo de Santa Catalina) vio cómo sus murallas y dependencias fueron sistemáticamente desmontadas y sus piedras, reutilizadas en otras construcciones; y el Convento de San Francisco fue demolido en 1867 para dar paso, primero, al Mercado de San Francisco y, posteriormente, al Palacio de la Diputación.
El siglo XX: La gran máquina de demoler
El siglo XX no hizo, sino acelerar esta transformación, a menudo traumática para la ciudad. El Plan de Ensanche de 1927, meticulosamente diseñado por el arquitecto Luis Berges Martínez, organizó de manera racional el crecimiento hacia el norte y el oeste. Su objetivo fundamental era ordenar la expansión de la ciudad entre la Avenida de Madrid, la Calle Virgen de la Cabeza, la Avenida Muñoz Grandes, Millán de Priego y las calles Castilla y Rastro, estableciendo por primera vez un desarrollo planificado, aunque esto supusiera, en muchos casos, la pérdida de tejido histórico.
Posteriormente, en 1952, el arquitecto Enrique de Bonilla impulsaría el "Gran Eje", la actual Avenida de Andalucía. Esta avenida pretendía ser una moderna arteria que conectara la ciudad. Aunque el diseño original —compuesto por bloques de solo siete plantas de altura, rodeados de jardines y amplios espacios verdes— cambió sustancialmente con alturas excesivas de diez plantas y sin espacios verdes con el paso de los años, sin duda marcó un hito en la modernización del urbanismo local.
Sin embargo, el punto de inflexión más agresivo y controvertido llegó con el Plan General de Ordenación Urbana de 1971, liderado por el arquitecto Francisco Rodríguez Acosta. Bajo su amparo técnico y legal, la ciudad se expandió de manera acelerada hacia el sur y el noreste. Esto fomentó la edificación en altura en zonas de ensanche, como la Avenida de Madrid, la Avenida de Granada, la Avenida de Andalucía, el Paseo de la Estación, Adarves Bajos o Millán de Priego, pero afectó también al casco antiguo, desvirtuando su imagen tradicional. Esto coincidió con el derribo de algunas edificaciones notables, como el teatro Cervantes y antiguas casas señoriales. Asimismo, surgieron barrios como el Polígono del Valle. Estas zonas respondían a una necesidad real de vivienda, pero carecían del alma de los barrios tradicionales. En definitiva, estas intervenciones, aunque en teoría necesarias para el crecimiento demográfico, carecieron por completo de la personalidad, la riqueza espacial y la escala humana que caracterizaban a la ciudad tradicional, primando la cantidad sobre la calidad, la funcionalidad sobre la belleza y el hormigón sobre la historia.
Los grandes crímenes urbanos: pérdidas que aún duelen
El crimen perfecto: El derribo sin expediente. Frente a la creencia popular y a muchos textos —que yerran, consciente o inconscientemente, al situar la desaparición del Teatro Cervantes en 1975—, las hemerotecas, como la del periódico Ideal de Jaén, son testigos silenciosos de la verdad y corrigen de forma cruda la fecha: el sacrilegio comenzó en el verano de 1972 y se consumó definitivamente el 12 de mayo de 1973 (también lo han confirmado testigos de la época). Pero lo más grave, lo realmente escandaloso, no es la discrepancia en la fecha, sino la absoluta oscuridad administrativa y legal que rodeó su final.
El derribo del Cervantes fue un acto de una opacidad que hoy calificaríamos de escandalosa e incluso delictiva. No existe, o no se encuentra, ningún expediente de demolición. Tampoco hay rastro en las actas de los plenos municipales ni documento alguno que autorizara su destrucción —ni siquiera en el Archivo Municipal—; no sabemos si lo hubo alguna vez, si directamente no se hizo o si lo hicieron desaparecer. Fue una operación quirúrgica contra la memoria colectiva, diseñada específicamente para no dejar un solo papel que delatara a sus autores. Este vacío documental no es un mero descuido burocrático; es la firma inconfundible de una operación que sus propios impulsores sabían que era profundamente impopular y éticamente reprobable.
El martillo finalmente cayó durante la alcaldía de Ramón Calatayud. Bajo su mandato, y amparado en la lógica implacable y aparentemente neutral del Plan General de Ordenación Urbana de 1971 (dirigido por el arquitecto Francisco Rodríguez Acosta), el Teatro Cervantes fue medido exclusivamente por los metros cuadrados que ocupaba y el beneficio económico que podía reportar su solar, nunca por su valor histórico, artístico o emocional para la ciudadanía.
La crítica aquí debe ser directa e inequívoca: los causantes no fueron una fuerza abstracta e inevitable llamada "progreso", sino personas concretas tomando decisiones concretas. Fueron los urbanistas que dibujaron líneas rojas sobre el mapa de la ciudad sin pestañear, y el equipo de gobierno municipal que, en lugar de proteger el patrimonio común que se le había encomendado, lo vio como un obstáculo molesto para sus planes. Se vendió a la ciudadanía la idea de una "modernidad" necesaria, un relato que, como demuestra el paso del tiempo, era profundamente falso. Lo verdaderamente moderno no es arrasar lo valioso, sino saber integrarlo creativamente en el futuro.
Ante la previsible y legítima resistencia ciudadana, se orquestó una campaña de manipulación informativa. Algunos medios y personajes, seguramente cercanos al poder, se hicieron eco obedientemente del discurso oficial que presentaba el derribo como "un bien para el avance de Jaén". Esta complicidad, deliberada o no, entre el poder político y algunos medios de comunicación fue fundamental para crear una falsa sensación de inevitabilidad y sofocar así la legítima protesta ciudadana.
El silencio administrativo (la falta de expedientes) y el ruido mediático propagandístico fueron las dos caras de la misma moneda: la de una operación especulativa que no quería testigos incómodos y que pretendía borrar no solo un edificio, sino también el rastro de su propia responsabilidad.
El derribo del Cervantes no fue un caso aislado. Fue el resumen de una época que también se llevó por delante la Plaza del Pósito y todo su entramado medieval, y que proyectó aberraciones como el "Proberso" (Prolongación de Bernabé Soriano), una vía que pretendía partir en dos el barrio de San Ildefonso. Proyectado para comunicar La Carrera con la Avenida de Granada por medio de una gran vía de 360 m de longitud, esta obra habría derribado medio barrio de San Ildefonso. Afortunadamente, esta intervención fue frenada, pero no se pudo evitar, por ejemplo, la apertura de la calle Doctor Eduardo Arroyo y el derribo de algunos de sus edificios.
Pero esta tragedia no solo afectó a edificios aislados. También le ocurrió a uno de los patrimonios paisajísticos y emocionales más queridos de la ciudad de Jaén: la Senda de los Huertos. Durante siglos, esta zona estuvo cargada de historia y poesía, cuya seña de identidad eran los huertos y jardines en terrazas colgantes que descendían hacia el barranco. La Senda se extendía desde el puente de Santa Ana —hoy Glorieta de Doña Lola Torres— hasta el puente de la Alcantarilla, recorriendo paralela al barranco de los Escuderos, por lo que hoy es la fría y funcional avenida del mismo nombre.
Junto a estos huertos, a espaldas del jardín del antiguo convento de San José —fundado en 1588 por los Carmelitas Descalzos y que posteriormente fue palacio de los Condes de Humanes—, se alzaba majestuoso el Acueducto del Carmen. Considerada de origen romano, esta magnífica obra de ingeniería hidráulica estaba compuesta por dieciséis arcos de medio punto de ladrillo y piedra, y era la encargada de suministrar agua a la antigua vega de lo que hoy es el barrio de San Ildefonso, siendo por tanto testigo mudo del desarrollo de toda una zona de la ciudad.
El acueducto estuvo activo durante siglos, hasta que cayó en desuso y se convirtió en un simple monumento dentro del jardín señorial del palacio. Desde aquel privilegiado mirador, la propia reina Isabel II contempló los fuegos artificiales en su honor durante su famosa visita a Jaén en octubre de 1862, un dato que nos habla de la importancia y el simbolismo del lugar.
Finalmente, en 1976, y ante la falta de leyes que lo protegieran, este histórico acueducto desapareció, al igual que el puente de la Alcantarilla. Ambos cayeron víctimas de la vorágine inmobiliaria que arrasó por completo la Avenida de los Escuderos. La expansión urbana aconsejó el encauzamiento y embovedado del barranco, ya prácticamente seco debido a la edificación masiva de los nuevos barrios de San Felipe, El Tomillo y El Almendral. La apertura de la Avenida de los Escuderos puso fin, no solo a un puente o un acueducto, sino a toda una forma de entender la relación entre la ciudad y su territorio, a un paisaje cultural único que nunca podrá ser recuperado.
El drama humano: los desahucios de la memoria colectiva
Sin embargo, detrás de cada demolición, detrás de cada plano urbanístico, se escondía algo más profundo y doloroso que simples escombros: se sepultaban historias personales, recuerdos y el sustento de familias enteras. Doña Lola Asensio, hija de los dueños de la taberna "El Seco", lo vivió en carne propia y aún hoy lo recuerda con emoción. Su testimonio retrata con crudeza el verdadero costo humano de la "modernización":
"Para mis padres no era solo una casa de dos plantas —el hogar donde nació mi hermana y vivimos tantos años—, sino nuestro sustento. En la planta baja estaba el bar que mi padre había abierto tras comprar la casa en 1959. Vivimos allí felices hasta que al señor alcalde Calatayud se le ocurrió la brillante idea de hacer un ensanche en dicha calle: demoler la piscina municipal de Los Jardinillos y construir el edificio de Correos en su lugar. Tiraron parte de la manzana, demolieron una cuña de casas frente a lo que hoy es Correos —justo en el pequeño parque que da entrada a la Plaza de San Agustín— arrasaron con la entrada a la Judería y con bares como el Pepón, que antes estaba situado allí. Todo esto arruinó el negocio de mi familia y el de muchos otros comerciantes".
Mientras muchos cedieron ante lo inevitable, la familia de Lola plantó batalla. Fue una lucha titánica y desigual contra la maquinaria municipal. Negociaron con la desesperación pegada a la piel, aferrándose al negocio hasta 1972, un año antes de que las excavadoras redujeran su mundo a escombros.
Tras una tensa negociación, recibieron una indemnización que ella califica sin tapujos de "fechoría": seiscientas mil pesetas. Un precio irrisorio por un hogar, un negocio próspero y un futuro entero. Aquel dinero no era una compensación, sino el precio de su exilio. Obligados a empezar de cero, empacaron sus recuerdos y partieron a Málaga, dejando atrás la ciudad que los expulsaba.
"Nos desahuciaron... y a partir de ahí todo cambió. Nada volvió a ser igual", recuerda con amargura.
Allí donde antaño se alzaban su casa y la taberna 'El Seco', hoy se abre una plaza anónima. Pero Doña Lola guarda un secreto que el asfalto no puede ocultar: bajo el olivo que ahora persiste, yacen enterrados dos grandes toneles de roble americano. Su padre los usaba para curar pacientemente el vino, y que no pudieron sacar. Son el símbolo perfecto de un modo de vida arraigado y tradicional, arrasado sin contemplaciones por el "progreso".
Esta no es una historia aislada; es el relato de decenas de jiennenses que vieron cómo sus vidas eran alteradas para siempre en nombre de un futuro que, en muchos casos, nunca llegó a ser tan brillante como les prometieron.
Epílogo: la Jaén futura
Caminar hoy por las calles de Jaén se ha convertido en un ejercicio constante de arqueología sentimental que requiere detenerse en los pocos espacios que resisten, como el Barrio de la Magdalena, perderse deliberadamente en sus recovecos medievales y entender que su valor incalculable está precisamente en esa irregularidad orgánica, en esa resistencia testaruda a la cuadrícula impersonal y funcional que caracterizó la planificación del siglo XX. Es en estos espacios supervivientes de la ciudad moderna, donde late con fuerza el alma auténtica de la ciudad.
Los barrios que surgieron en aquella época —el Polígono del Valle, las expansiones hacia La Alcantarilla—, aunque fueron soluciones necesarias para el crecimiento demográfico imparable, carecieron desde su origen de la riqueza espacial, la personalidad arquitectónica y, sobre todo, la humanidad de la ciudad tradicional.
A pesar de la sangría patrimonial sufrida, Jaén conserva, milagrosamente, destellos de su pasado de esplendor que nos señalan el camino a seguir. La ejemplar recuperación de los Baños Árabes bajo el Palacio de Villardompardo, la reciente y minuciosa restauración de la Iglesia de Santo Domingo o la acertada puesta en valor del Castillo de Santa Catalina son faros de esperanza que demuestran con hechos que otro camino era posible, otra forma de hacer ciudad, más respetuosa con la historia y la identidad. La peatonalización de calles como Bernabé Soriano es un paso tardío pero esencial para devolver el espacio público a los ciudadanos y recuperar la escala humana que nunca debió perderse.
Recordar con dolor "cuando Jaén era más bonita" no es, no debe ser, un lamento estéril ni un refugiarse en el pasado. Es un deber cívico ineludible y una brújula moral imprescindible para las intervenciones futuras. Nos enseña la lección más importante: que una ciudad no es un simple plano, sino un organismo vivo con memoria, y que su verdadero progreso consiste en dialogar críticamente con su pasado, no en silenciarlo a martillazos. Cada piedra perdida, cada callejuela arrasada, nos habla de un precio pagado que no debemos, que no podemos olvidar.
La tarea de las generaciones presentes ya no es construir una ciudad nueva sobre las ruinas de la antigua, sino cuidar, respetar y, donde sea posible, sanar la ciudad histórica que, contra viento y marea, aún persiste en el Jaén moderno. La Jaén musulmana y medieval, renacentista y barroca, orgullosamente encorsetada por murallas, sigue latiendo bajo el asfalto, recordándonos que la verdadera belleza urbana reside en la memoria, no en el olvido. El desafío está servido.
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