El papel de los jueces de paz en los municipios de Jaén: "La gente nos sigue hablando con respeto"
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Más allá del papel y los sellos, estas figuras continúan representando la confianza y la palabra en la justicia cotidiana de los pueblos
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En los pueblos, donde la vida transcurre a un ritmo más sereno y los vecinos se conocen por su nombre, la justicia también tiene un rostro distinto. No son togas solemnes ni fríos pasillos de tribunales, sino la cercanía de una puerta que se abre para escuchar, mediar y dar fe de los hitos de la vida cotidiana. Esa es la esencia de los jueces de paz, una figura discreta pero imprescindible en municipios pequeños de Jaén.
Manuel López lleva más de una década en esta tarea —o, como él dice, “una carrera larga”—. En el municipio de Lupión lo reconocen como alguien que siempre está dispuesto a tender puentes. “Aquí lo único que se hace son matrimonios, actos de conciliación entre vecinos y gestiones como el libro de familia, aunque hoy ya es digital”, explica a Jaén Hoy con la naturalidad de quien sabe que la rutina, a veces, es lo que mantiene unida a una comunidad.
En Espeluy, María Araceli Íñiguez comparte esa misma vocación y ambos coinciden en algo esencial: la cercanía. En los pueblos, dicen, se escucha la voz del juez de paz con un respeto distinto, quizá porque no se percibe como una autoridad lejana, sino como un vecino que puede tender la mano. “En caso de discrepancias, se intenta que haya un acto de conciliación. A veces es difícil, pero en algunos casos se ha resuelto con un acuerdo”, relata López. Íñiguez lo expresa de forma parecida: “Si hay algún problema, siempre que no sean cosas graves, se intenta ayudar en lo posible y si se pueden solucionar, mejor”.
Tanto López como Íñiguez acaban de ser reelegidos en sus municipios. “Me votaron todos los concejales, y eso me hizo sentir arropado", expresa sereno el juez de Lupión. Un apoyo que, más allá del momento simbólico en el pleno, reconoce el esfuerzo que pone cada día en su trabajo, casi a todas horas: "Dentro del pueblo sé que estoy bien catalogado porque siempre intento mediar, llevarme bien con todo el mundo e intentar que la gente se lleve bien”.
Por otra parte, el avance tecnológico ha cambiado procedimientos, ha digitalizado libros y ha aliviado a los jueces de paz de algunas responsabilidades administrativas. López recuerda cómo, hasta hace pocos años, era él quien debía firmar el registro para poder enterrar a un difunto fallecido en casa, labor que hoy recae en las secretarías judiciales. Íñiguez coincide: “Antes quizás teníamos más cosas que hacer, pero con el paso del tiempo, se hace con el ordenador.
Aun así, el contacto directo con la gente sigue siendo con los jueces de paz y es en esa cercanía, ese tú a tú, donde radica la permanencia de la institución. Y es que la tecnología puede transformar los papeles, pero no sustituye la palabra, la confianza o el respeto que inspira la figura del juez de paz en el pueblo.
Primera jueza en Espeluy
Íñiguez abrió un camino que antes parecía vedado: fue la primera mujer en ocupar el cargo en Espeluy. “Parece una tontería, pero no lo es. Para mí fue una ilusión enorme, porque hasta entonces este mandato parecía reservado solo a los hombres”, recuerda, con la ilusión de quien siente que ha dejado una huella invisible pero duradera.
Más allá del simbolismo, la jueza valora la confianza que sus vecinos depositan en ella, esa misma que convierte la justicia en cercanía y la ley en palabra escuchada. “En pueblos tan pequeños es importante que se reconozca la labor de las mujeres. Además, siento que si hay algún problema, las personas se comunican más que con los hombres, y eso ayuda a mediar mejor”, explica.
Tanto ella como Manuel López representan una justicia de rostro humano, silenciosa pero constante, que no se mide en grandes pleitos ni en sentencias estruendosas, sino en los pequeños hitos de la vida cotidiana: un matrimonio que une a dos familias, un nacimiento que llena de esperanza a un hogar, un apellido corregido, una disputa vecinal que se diluye gracias al diálogo.
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