Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
EN LA RESERVA
Ahora que Sabina se reconcilia con su pasado; ahora que juega al mus con los fantasmas de los Cerros; ahora que se despide con su elegancia impostada de bombín de la Úbeda de ayer y de la que se vislumbra; ahora que dedica unos últimos versos aguardentosos a familiares y al camino desandado hasta el retorno.
Ahora, decimos, es momento de alargar al máximo la despedida. Si en el último trago nos vamos, mintámonos otra vez, digamos que fue la penúltima, y que la silueta del flaco de Úbeda nos siga persiguiendo por los meandros de la memoria, asaltando en cada recodo sentimental, en cada atraco del destino.
Enganchados a rimas sucias de asfalto, de calles escasas de luz, de princesas que llegan tarde, de tranvías que nunca cogemos, porque el barrio de la alegría siempre queda a trasmano. De esas letras interminables de juglar habilidoso que nos sirven de ropajes cuando llega el frío, estribillos demasiado largos para estas vidas que hoy sólo duran siete segundos.
Los legionarios de este cristo mundano, de este adicto al fracaso, somos una formación variopinta, porque hay de todo como en botica: descamisados, ‘gentes de bien’ que buscan una pizca de metáfora al doblar la esquina, hombres y mujeres capaces de colgar el traje gris, patriotas sin atajos y apátridas por devoción. Todos cabemos en un barco algo pirata y ufano de ir a la deriva.
Y así nos flagelamos con sus latigazos verbales, para mortificarnos en vida y salir a la calle ligeros de equipaje. Invocamos sus dictados, nos creemos unas letras que nos representan por igual en la farra, en otra rara tarde de domingo y en la despedida. Oramos y seguimos de pie ante este escuálido santo pagano. En él caben el viejo y el nuevo testamento.
Este perro andaluz sin domesticar se marcha, sí, ladrando bajito. Con todas las cuentas pendientes y sin ajustar, recordándonos lo que fuimos y las estupendas ruinas que somos. Pero a este maestro no hay quien le corte la coleta, no hay plaza en la que pueda ser cogido. Siempre está su eco, a portagayola, el que nos recuerda las derrotas de cada día, las victorias pírricas, la épica del desconsuelo y un empate en pareja.
Fue también en Úbeda, hace unos años, cuando lo despedí de nuevo, por si era la última. Y volví a escribir algo parecido a esto. Por si no me quedó claro, siempre será la penúltima, y así lo dejó por escrito: “Este adiós no maquilla un hasta luego”.
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