Ucrania: ni tregua, ni acuerdo, ni paz

El autor sostiene que todos menos Trump saben que lograr una pausa en los combates es un objetivo imposible

El presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, ofrece una rueda de prensa en Ankara.
El presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, ofrece una rueda de prensa en Ankara. / NECATI SAVAS (Efe)

18 de mayo 2025 - 07:00

Enredados en juegos infantiles, como si se tratara de esconderse unos de otros en el espacio virtual de la diplomacia, un puñado de norteamericanos y europeos, rusos y ucranianos –líderes unos, lacayos otros– parecen afanarse estos días para conseguir una pausa en los combates que, desde hace más de tres años, desangran a Rusia y a Ucrania. Sin embargo, a poco que se ponga atención en lo que hacen, es fácil darse cuenta de que trabajan a desgana, sin convicción alguna. Todos menos uno –ya es mala suerte que ese uno sea el presidente Trump– saben que se trata de un objetivo imposible: es la guerra de Putin y es el dictador ruso el que no quiere poner fin a “su” guerra.

Así las cosas, las conversaciones que se celebran en Estambul no son otra cosa que una función de teatro de aficionados para un único espectador: el presidente de EEUU. Con esta farsa, creada por Putin para ocultar entre nubes de esperanza su negativa al reciente ultimátum europeo –tregua el 12 de mayo o nuevas sanciones respaldadas por Washington–, el dictador ruso alcanza, una vez más, su verdadero objetivo en todo el proceso abierto tras la reelección del magnate republicano: mantener de su lado a la Administración Trump, separándola de Europa y de los intereses de Ucrania.

No se trata de que, en esta ocasión, Zelenski haya jugado mal sus cartas. Aunque todos sabíamos que Putin nunca aceptaría verse con él, el mero ofrecimiento de reunirse con el criminal ruso en Estambul debe de haberle provocado retortijones. Sin embargo, el objetivo merecía la pena. La negativa del dictador, que ni siquiera se ha dignado mandar a Turquía a sus lacayos de primer nivel, le desacredita aún más a los ojos de los ciudadanos europeos. De los ciudadanos que tienen ojos, claro, porque siempre hay quien no quiere ver.

Por desgracia, el presidente Trump se encuentra entre quienes prefieren apartar la vista de los crímenes de Putin. Hay quien atribuye esta ceguera voluntaria a hipotéticos intereses nacionales de EEUU: repartirse el Ártico con Rusia, alejar a Moscú de la influencia de Pekín o, incluso, consagrar una nueva doctrina geoestratégica que dé validez a uno de los argumentos del dictador –la soberanía de las grandes potencias sobre sus zonas de influencia– y que en su día justifique la anexión de Groenlandia o el canal de Panamá. Yo, sin embargo, dudo que la Administración Trump, incapaz de ocultar el día y la hora de sus bombardeos a los hutíes –¿no habrán visto películas en las que los militares hablan del día D y la hora H para no alertar al enemigo?– o de disimular su apetito por convertir a Canadá en un Estado más de la Unión, sea capaz de ocultar un plan geoestratégico de tan largo alcance.

¿A qué se debe entonces la tolerancia de Trump? Mientras él no nos lo explique, se me ocurren dos buenas razones. En primer lugar, podría deberse a cálculos electorales. Él sabe que, en EEUU, la mayoría de las hipotéticas comunidades de intereses –blancos, afroamericanos o hispanos; judíos o árabes; hombres o mujeres, jóvenes y mayores– votan divididos: unos son demócratas y otros republicanos. Entre las excepciones a esta regla hay dos –los conspiracionistas y los prorrusos– que, aunque minoritarios, votan en masa por Donald Trump. Le consideran uno de los suyos. ¿Cómo podría el magnate dejar de cortejarlos?

En segundo lugar –o quizá en el primero, tratándose de Trump– están las simpatías personales. El republicano parece sentir por Putin una fascinación que, si el lector recuerda la inspiradora carta de san Pablo a los corintios que se lee en tantas bodas cristianas, se parece bastante a ese amor que predica el apóstol: “disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites.” Pero también cuenta la antipatía que el magnate siente por el presidente de Ucrania, que en 2019 se negó a investigar los negocios turbios que Hunter Biden –recordemos que se trataba del hijo de su rival en las elecciones presidenciales del año siguiente– tenía en su país. Si Zelenski fuera un funcionario norteamericano, Trump ya lo habría despedido, como a todos los que se cruzaron en su camino. Y no se puede decir que no estuviera intentándolo cuando le acusó de ser un dictador, de retrasar sin motivo las elecciones presidenciales –¿qué es, después de todo, la invasión de una gran potencia?– o de tener sólo un 4% del apoyo popular.

Las conversaciones en Estambul son una función de teatro de aficionados para un único espectador: Trump"

Sea por cálculo electoral o por sed de venganza, después de los primeros cien días de la Administración Trump ya tenemos margen para valorar los efectos de la nueva política norteamericana, teóricamente neutral pero alineada con el Kremlin en ocasiones tan simbólicas como son las votaciones en Naciones Unidas. Moscú está mejor que antes, política y también militarmente, porque el respaldo de EEUU ha dado nuevas esperanzas a la sociedad rusa, que se reflejan en un aumento significativo de las cifras de reclutamiento de voluntarios. Kiev está peor. Es cierto que la ayuda norteamericana, vital en los primeros meses de la guerra, ya no es tan decisiva. De hecho, el frente se mantiene prácticamente inmóvil. Sin embargo, la traición de Washington debe de haber sido muy desilusionante para un pueblo cansado de la guerra y, sin ilusión, es difícil arriesgar la vida en el frente.

Pero volvamos a Estambul, donde el mundo es testigo de la última hazaña del presidente Trump: esa manita que le ha echado a Putin para desvirtuar, en la medida de lo posible, el ultimátum que los líderes europeos lanzaron desde Kiev. ¿Tregua o sanciones? Pues ninguna de las dos, negociaciones. Y ¿negociar qué? Todo lo que el dictador ruso no consiguió en los primeros días de la invasión: el derribo del régimen de Kiev y su reemplazo por un Gobierno obediente a las ordenes de Moscú; la entrega sin combatir del territorio que Rusia ha decidido anexionarse, que va mucho más allá del que ha logrado conquistar; el reconocimiento de iure de las conquistas rusas, importante porque privaría a sus habitantes de los derechos que la Convención de Ginebra otorga a los pueblos ocupados –quizá solo teóricos, pero hasta cierto punto disuasorios– y los pondría a merced de los gobernadores de Putin y de sus tribunales; y, por último, la desmilitarización de Kiev, preludio ineludible del final de Ucrania como Estado independiente.

¿Y qué va a ofrecer Putin a cambio? El presidente Trump considera que es suficiente la promesa de no conquistar Ucrania en su totalidad. Obviamente, Zelenski no está de acuerdo. Él no va a aceptar la rendición incondicional, y menos a cambio de la devaluada palabra del dictador. Si Ucrania ha resistido en el frente a un Ejército ruso que, desde febrero del año pasado –fecha de la caída de Avdiivka– no ha alcanzado ningún objetivo militar relevante, también resistirá en el frente político. Putin, desde luego, lo sabe; pero cree que, con un poco de suerte, en unos pocos días parte de la opinión pública internacional se habrá olvidado de su rechazo a la tregua y, como ya ocurrió hace algo más de tres años, lo que recordará es que Ucrania no ha aceptado las condiciones impuestas por el Kremlin en Estambul.

Lo dicho, ni tregua, ni acuerdo, ni paz. No mientras dure el reinado de Putin. No mientras dure el mandato de Trump. Pero, aunque no sea mucho lo que los españoles podamos hacer, al menos deberíamos tener claro de quién es la culpa.

Juan Rodríguez Garat es Almirante retirado.

stats