Viva Franco (Battiato)

Javier González- Cotta

El Cachorro romano

14 de mayo 2025 - 03:07

De adolescente, cuando la vida todavía no iba en serio (el célebre poema estaba aún por llegar), uno asociaba el Cristo del Cachorro con un extraño cúmulo como de laxitud y tristeza llevadera. La Semana Santa iniciaba su acabose y servidor, como sevillanito del montón, sentía ese compás de espera hacia la cita casi erótica con la Canina. Le pesaban a uno las piernas cansadas por lo mucho visto en Semana Santa. Y la lluvia, casi litúrgica también, solía caer en la tarde del Viernes Santo, cuando a esas horas, en la lánguida sobremesa, el tiempo tenía una textura como de terciopelo, como el de las túnicas de La Carretería. Si suena a florido pregón, pues se aguantan ustedes.

Como digo, cuando uno era zangolotino el Viernes Santo tenía ya su halo particular. Y que lloviera ese día era como una especie de monodia que se repetía casi todos los años para desazón de los nazarenos del Patrocinio. De hecho en la Hora Nona, bajo la agonía del Cachorro, qué otra cosa podía caer del negro cielo si no la lluvia, igual que cuando el escarnecido rey de los judíos expiró y murió bajo el evangélico diluvio y el rugido en los sepulcros de la tierra.

Digo todo esto, en fin, porque el Cachorro está ya expuesto a los fieles en la basílica de San Pedro de Roma y discurrirá el sábado por las calles eternas en el llamado Jubileo de las Cofradías. Como otras veces, lo vi pasar entre cerúleo y espectral en la noche del Viernes Santo por el puente de Triana, mientras el rebumbio de los tambores perdía todo su fragor en el escenario amplio y diáfano del puente sobre el río. Habría que verlo discurrir ahora bajo el ocaso desde la plaza Celimontana hacia el Coliseo, el entorno del Circo Máximo y su vuelta por Vía Claudia hasta la misma plaza de partida. El paso del Cachorro hará su guiño al agustino papa León XIV. Sobre la canastilla dorada lleva tallada una imagen de San Agustín de Hipona, junto a los otros Padres de la Iglesia San Ambrosio de Milán, San Gregorio Magno y San Jerónimo.

Más allá de la leyenda (ese agonizante gitano de la cava que lo inspiró), Ruiz Gijón talló el Cristo de la Expiración para que la esclerótica del crucificado luciera vidriosa bajo la luz de la tarde del Viernes Santo, con esas pupilas dilatadas y esa mancha negruzca en el ojo derecho que anticipa el llamado signo cadavérico de Larcher. A uno, la verdad, le gustaría poder contemplar las córneas deshidratadas del Cachorro bajo la sedente luz de Roma. Hay en su agonía un poco de la nuestra particular cuando lo evocamos en el Viernes Santo de la adolescencia, cuando la vida no iba en serio todavía. Ahora ya sí.

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