¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Ussía, el último acto del “otro 27”
Mariano Rajoy llegó al Gobierno en 2011 con un programa de regeneración democrática que incluía un ambicioso plan de lucha contra la corrupción. No hizo prácticamente nada. Pedro Sánchez repitió la jugada a partir de 2018: ejemplaridad e implacabilidad con los corruptos. Ahora, tras el caso Cerdán-Ábalos-Koldo, vuelve a prometer lo mismo. Señal de que no lo ha hecho en siete años.
El Greco lo confirma. No el pintor, sino el Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (Greco), que se encarga de diagnosticar el estado de salud de las naciones europeas en materia de controles que eviten o castiguen las conductas ilícitas en el sector público. España no goza de buena salud en este ámbito. En 2019, un año después del primer Gobierno de la llamada coalición progresista, el Greco formulaba diecinueve recomendaciones para prevenir la corrupción y asegurar la honradez en la gestión política. A día de hoy no se ha cumplido del todo ninguna. Ha habido avances en algunos aspectos parciales, pero insuficientes. No progresamos adecuadamente. No pasamos el examen. Ni con Rajoy ni con Sánchez.
¿Por qué? ¿Por qué les cuesta tanto a unos y a otros afrontar medidas tan elementales para la lucha contra la corrupción como, por ejemplo, la regulación de las actividades de los grupos de presión (lobbies) en la vida parlamentaria, el aforamiento ante la Justicia de los cargos públicos, las puertas giratorias entre la política y el negocio privado o el descontrol y arbitrariedad que rodean la figura del asesor, tan peligrosamente cercano al poder (el actual inquilino de la Moncloa disfruta de unos setecientos)?
Yo creo que no combaten a fondo la corrupción, más allá de los discursos grandilocuentes y los parches ocasionales, por indolencia y falta de voluntad sincera. Porque aplican a la corrupción la misma óptica sectaria y partidista que a cualquier otra cosa: las actuaciones corruptas son denunciables, intolerables y perseguibles cuando las cometen nuestros adversarios –y, además, forman parte de su ADN perverso y deshonesto–, mientras que cuando las cometen los nuestros siempre resultan pecadillos individuales de ovejas descarriadas en un rebaño multitudinariamente íntegro y honesto que, por supuesto, el pastor ignoraba por completo. También porque la corrupción, lejos de verse como lo que es, un peligro para la democracia, se considera un fenómeno natural para el funcionamiento del sistema de partidos, netamente omnipresente y clientelar. A los candidatos a cualquier cargo remunerado, de concejal de pueblo a ministro, de directivo de empresa pública a asesor en la sombra, de diputado raso a jefe de gabinete con ínfulas, se les exige antes que nada servilismo y obediencia. Ningún partido se molesta en sopesar la preparación de aquellos militantes a los que se promociona, ninguno comprueba la veracidad del currículum que ellos mismos se escriben, aquejados de titulitis e impostura.
PSOE y PP podrían acabar con casi toda esta corrupción en cinco minutos. Si quisieran.
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