Cuando todo se detiene
¡Marilóoooo!
Así gritaba intensamente, reiterando, prolongando la letra o acentuada y a pie de calle, bajo un edificio y a las cuatro y media de la tarde.
Recordaba a Pedro Picapiedra cuando imploraba a su mujer que le abriera la puerta. Pero este no era el caso.
Ocurrió en pleno barrio del Arrabalejo. Un repartidor se desgañitaba con tal de entregar un paquete a una tal Mariló con resultado infructuoso. Un par de metros más adelante y de forma simultánea la escena se repetía. Otro repartidor, otro paquete y otro nombre de mujer.
Sucedió el lunes. Cinco años después del año más raro de nuestras vidas volvimos a reeditar idénticas sensaciones: las de querer y no poder. La de vivir limitados.
Se nos fue la electricidad y de cuajo nos desconectamos de la vida de digital, enchufada y de pantalla constante que nos domina.
Volvimos a la calle y a dirigir nuestras manos a las estanterías repletas de libros para escuchar otras conversaciones a través de los de los textos de los libros.
Y cinco años después, de nuevo nos volvimos a quedar en casa a primera hora de la noche con el autoimpuesto toque de queda por falta de luz.
La linternilla que me compré en enero en la tienda de Chollos de Millán de Priego me salvó la noche. Gracias a ella, no me caí por las escaleras de mi casa y pude cenar en condiciones. E incluso darle un empujón lector a uno de sus libros que se me acumulan en la habitación sin que avance en su lectura porque la dichosa pantalla del móvil me roba tiempo descaradamente.
La tarde y noche del lunes fue así. Y cuando ya la noche estaba cerrada y discurría en plan pandémico, me salí al balcón y durante unos minutos allí permanecí. No para aplaudir, como hace cinco años, sino para descubrir la imagen inédita de mi calle absolutamente silenciosa, solamente interrumpida por el sonido del aire removiendo las ramas y hojas de árboles. En una oscuridad absoluta, donde tímidamente se percibían débiles signos de luz de velas en algunas casas de la calle cuando no deberían ser más allá de las diez de la noche.
Pero sobre todo descubrí un cielo plagado de estrellas sobre el cielo de Jaén que no recordaba desde mis veranos de niño en el Puente Jontoya. Lamenté no haberle pedido nunca en la carta a los Reyes Magos que me trajeran un telescopio y detener mi tiempo redescubriendo el cielo de Jaén.
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