Divagación morantista
No soy aficionado. Pero sí apreciador de la tauromaquia como arte e inspiración para artistas, poetas, ensayistas y periodistas. Sé de lo que hablo: el maestro de mi padre en periodismo, cuando llegó a Tánger con 25 años para integrarse en la redacción del España, fue don Gregorio Corrochano, su propietario y director. Y si de grandes periodistas se trata, en mis años en El País tuve el privilegio de compartir redacción con el gran Joaquín Vidal quien, casualidades de la vida, fue sucesor de Alfredo Corrochano, primer cronista taurino de El País, el hijo torero de don Gregorio que tan intensamente vivió la edad de plata de la cultura española como amigo de muchos de los grandes de la generación del 27, Lorca sobre todo, y la edad de plata del toreo como torero y amigo íntimo de Sánchez Mejías, tocándole el doloroso trance de dar muerte al granadino aquel 11 de agosto de 1934 que inspiró la mejor elegía escrita desde Jorge Manrique (a la que yo sumo la de Ramón Sijé, escrita un año después).
Casualidades de la vida, fue su padre, don Gregorio, quien levantó acta del inicio y el fin de la edad de oro que daría paso a la de plata que él vivió. Uno de sus primeros artículos en ABC fue la crónica del nacimiento de la edad de oro el 2 de mayo de 1914 –“al fin se encuentran en Madrid Joselito y Belmonte”– que terminó afirmando que se había vivido “la tarde más grande del toreo de la época moderna”. Seis años (y una amarga ruptura entre ambos a la que pondría fin Sánchez Mejías) después fue testigo y cronista de aquel 16 de mayo de 1920 en Talavera –“Yo le he visto muerto, y no lo creo. He visto como le quitaban del cuello un retrato de su madre y una medalla de la Virgen de la Esperanza”– que terminaba: “Con Joselito no ha muerto solamente un torero, sino la figura representativa del toreo, y quién sabe si la Fiesta misma”. Hay dolor y quizás arrepentimiento en la histórica crónica.
En fin… Se me va el artículo evocando a don Gregorio, hacia cuya memoria tanto respeto heredado de mi padre guardo, cuando de lo que quería escribir era del arte del toreo llevado a su cumbre por Morante. Mejor así. Quienes saben mucho más que yo han contado ese prodigio tras el que, como escribió el compañero Luis Carlos Peris, “la plaza se convirtió en un manicomio, rendida a un torero de época, pero de una época que abarca desde los tiempos prehistóricos de Pedro Romero hasta ahora”.
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