La espera

16 de agosto 2025 - 08:00

Por primera vez en mucho tiempo no sabía sobre qué escribir. Se ve que la creatividad también anda de puente de agosto. Pues bien, ya en casa tras el periplo castellano del que les hablé en mi anterior artículo, todo fluye como una larga espera hacia lo inevitable. Los días pasan lentamente y cuando pretenden coger velocidad llega a resultar incómodo. La agonía hay que saborearla mientras se tenga la salud suficiente; sin prisas, exhalando pausadamente, siendo consciente de cada segundo que se consume.

Ustedes, en cambio, me dirán que todo lo contrario. Y tienen toda la razón. ¿Qué es eso de esperar? ¡A qué! ¿A la muerte? El párrafo anterior llama a la meditación, a la vida contemplativa, a la paz interior, al tedio más soporífero, a migas de pan en un parque, a oportunidades perdidas, a un cobarde quiero y no puedo, a planes jamás emprendidos… Pero vivir conlleva riesgos que es preciso tomar, de los cuales depende nuestro presente y futuro (que no es sino un presente que está por llegar). Paz y felicidad no son sinónimos, por mucho que nos vendan esa falacia.

La paz está sobrevalorada. Y sé que esa frase enfadará a quien la lea, con la que está cayendo en el mundo, pero es la pura verdad. O, al menos, mi verdad… Entiéndanme. Solo hace falta degustarla durante años para odiarla lo suficiente como para preferir el bullicio de la calle, la sucesión de acontecimientos, la conversación interesante, el centro de la ciudad, otros ojos, un velero… Pero esto, señoras y señores, no está al alcance de todos.

Hace unos días, a orillas del Mediterráneo, con los pies descalzos sobre la fina arena de la costa granadina (léase con ironía) y la mirada puesta en un grupo de embarcaciones fondeadas frente a mí caí en la cuenta de que los pobres, esos cuyas vacaciones y sueños tienen fecha de caducidad muy corta (incluso la etiqueta previa de bajada de precio), no podemos compararnos con quienes caminan sobre las aguas de la opulencia y el verano eterno. En esas cubiertas solo tienen cabida la alegría, el desenfado, la despreocupación y la desconexión más absoluta. Todo lo que no sea eso molesta y se evita. Es más, incordia… Los demás solo somos náufragos que les miramos mezclando admiración y envidia, pero solo eso: náufragos en nuestras miserables vidas, que no suponen nada vistas desde la distancia insalvable de un barco de recreo. Y así me quedé durante un rato, hundiendo cada vez más mis pies entre las piedras mientras reflexionaba sobre mi pesada pequeñez y esa absurda aspiración mía por navegar más allá de las mediocridades propias de mi clase.

Por eso estas vacaciones, que ya acaban para mí, han sido una completa espera desesperante donde he intentado reconstruirme a diario lejos de cualquier quimera que no me corresponda alcanzar. Pero, aun así, sigo aferrado a la madera, luchando contra mis propias limitaciones y empecinado en creer que merezco siquiera un poco de esa felicidad vetada a los de mi estirpe. A esos que caminamos descalzos sobre guijarros y que nada podemos ofrecer más allá de nuestra persona. A esos que siempre se acaban ahogando en cuanto se suelten de la tabla. A esos, como usted y como yo, que pronto regresaremos a galeras, que es la única nave que debemos pisar. Quién sabe si algún día izaremos las velas de nuestro propio bajel; mientras tanto, seguiremos esperando el momento echando migas en un parque o, lo que es peor, hundiendo los pies en la misma playa.

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