Crónica personal
Pilar Cernuda
Salazar, otra pesadilla
No supe nada de él en los últimos años. No pertenecía a su círculo íntimo. No seguí en Facebook los avances de su tratamiento contra el cáncer. No me acordaba de él. No era mi amigo. No sabía que se moría.
Coincidimos pocas veces. Una tarde en el Picalagartos, sentados en el minúsculo velador de fuera con Fran Matute, poco antes de decidirme a ser librero. Él me ofreció sus consejos, pero no quise que perdiera el tiempo conmigo. Una noche en La isla de Siltolá, en San Bernardo, donde presentaba su traducción de los sonetos de Shakespeare en Renacimiento. Compré un ejemplar y luego nos tomamos unas cervezas en el bar de enfrente. Una tarde luminosa en Puerta Jerez, en el Mary Reyes. Estaba Fran, también Hipólito G. Navarro, tal vez Daniel Ruiz. Antes de conocerlo pensaba que era seco y huraño, casi siempre serio en las fotos, con sus gafillas redondas y sus cejas siempre negras. Siempre fue amable y generoso conmigo.
Nos vimos alguna vez más, nos escribimos un par de veces. Lo leí en Estado Crítico, el blog de crítica literaria. Veía su biografía de Cernuda descansando en la repisa del salón de mi amigo Antonio. Mi amigo José María, tan cercano a él, sale en sus Memorias de un librero. Eso es todo. Esbozos, ligerísimas pinceladas en su vida, un fresco lleno de versos, de paisajes atlánticos. De una Sevilla que él decía que estaba hecha a la medida del hombre, como él estaba hecho a la medida de los libros.
No morimos hasta que desaparecemos en el alma de los otros, en su corazón y en su memoria. Los demás dejan en nosotros algo invisible, y no lo descubrimos hasta que nos dejan. Esa es la medida del hombre. Sus actos, sus palabras, el amor y el respeto. Bajo la indiferencia y el olvido ardía un dulce rescoldo. Era la vida pasada.
Apenas conocí a Antonio Rivero Taravillo. Apenas nos cruzamos, y tal vez no debería escribir esto. Son muchos los que compartieron mucho más que yo con él y que han escrito aquí –Manuel Gregorio González, César Romero, Gonzalo Gragera, Eduardo Jordá– con más sensibilidad, con más dolor, muchos los que estuvieron con él tantos días y que guardan su trocito de memoria y sus historias, y pese a todo quiero entrar en su casa, en esta casa de tantos, dejar estas flores, este abrazo para su mujer, su familia, sus amigos, sus lectores, y marcharme sin ruido.
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