La lluvia en Sevilla
Carmen Camacho
Rat as
Cuenta la leyenda que, cuando el barón de Coubertin ideó recuperar en la era moderna los juegos de la antigüedad, lo hizo para proteger al mundo de la autodestrucción a través del respeto a la tregua olímpica, ya que los griegos paraban todas las contiendas y guerras durante la celebración de los mismos. En realidad esto no es verdad, porque me lo acabo de inventar, pero bien podría ser cierto viendo cómo transcurrió el siguiente siglo XX.
El concepto de tregua suele emplearse en exclusiva para referirnos a conflictos abiertos pero, ¿y si lo usáramos también para todo cuanto nos rodea? Las vacaciones estivales bien pueden ser un periodo de tregua, donde descansar del ajetreo diario y de las responsabilidades cotidianas. La rutina del colegio o del trabajo hace que seamos personas disciplinadas aunque también previsibles y domesticadas. Es en la tregua donde crecemos, en el retiro, en la vigilia, velando armas y reflexionando sobre el sentido de nuestras vidas. Es en la paz donde nos preparamos para la muerte, porque en la batalla la vemos tan de cerca que ni siquiera nos preocupa su presencia. En esta última temblamos, no por morir, sino por dejar de vivir los días felices de antaño. En cambio, en la tregua todo es armonía, calma, amaneceres silentes donde no molesta madrugar...
En ese oleaje de plenitud nos contemplamos a nosotros mismos como seres libres y al mismo tiempo condenados a regresar a la guerra, porque de ella vivimos el resto del año. De ahí que queramos aprovechar cada segundo en nuestra Olimpia particular, sin interrupciones, sin distorsiones ni preocupaciones. Desconectar de todo y de todos, reencontrarnos y callar. Solo respirar y dormir plácidamente, sin caer en la cuenta de un pequeño detalle lejos de ese egocentrismo que nos mece la cama: ¿le damos tregua a quienes nos rodean?
Quizá no somos justos con ellos y lo único que pretendemos es acaparar su atención o demandar sus cuidados sin pensar que esas personas que tanto nos dan son las que de verdad merecen una tregua por nuestra parte. Quizá tenemos que aprender a apartarnos para dejar aire y espacio a los otros y no tanto para disfrutarlo nosotros. Puede que la tregua sea más un regalo al prójimo que una necesidad personal. Este verano hagan el intento: regalen treguas en lugar de exigirlas para ustedes... Solo así recibirán la merecida corona de laurel sobre sus cabezas.
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