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Vuelvo de nuevo de Portugal en un reciente viaje relámpago para agotar los últimos días de vacaciones. Me invade la sensación de que en nuestro envidiable país vecino han sabido conservar no sólo su conciencia de identidad sino algo valioso que nosotros hemos perdido sin darnos cuenta: la educación. Hablan de un modo bajito, casi susurrante. Son corteses (hay quien se ríe de ellos por excesivamente cumplidos, y puede ser, pero me encanta). Te miran con atención mientras les hablas. No saben terminar una frase sin mostrar agradecimiento. Son discretos y prudentes. Desconocen la arrogancia.
Portugal tiene una pátina de melancolía como aquella que logran los grandes cuadros a los que el paso del tiempo dota de una especial atmósfera que complementa a la propia pintura. Parece no tener prisa, consciente de que el progreso siempre llega tarde, como nos enseñó Cinema Paradiso. Tiene alma de noble arruinado, elegante y nostálgico que mira con fatalismo y conformidad la grandeza de lo que fue. Dicen que Portugal es triste y puede que lo sea por la cadencia de sus viejos tranvías, por sus azules y sus grises, por sus calmos ríos y sus sentidos fados que dan al mar de los desamores. Pero es la suya una tristeza dulce, de quien supo querer mucho y aún lo saborea.
Llegamos a una playa interminable sin construcciones ni ruidos ni músicas ni barcos ni olor a frito ni tatuajes ni apenas bañistas. Algunos paseantes aislados iban dejando sus huellas en la orilla que la lengua de mar enseguida borraba. La bruma parecía jugar con nosotros para que no lográsemos adivinar a la primera cuánta belleza escondía esa niebla misteriosa. El agua estaba como el primer sorbo del mejor vino blanco, helada y hasta con cierta aguja debido al intenso oleaje. Descubrí a lo lejos una caseta pintada a rayas blancas y azules con un pequeño cartelito que ponía “Biblioteca”. Delante tenía unas cuantas mesas y sillas con sombrillas. En una de las mesas estaban los periódicos del día con una piedra encima para que no se volasen. Parecía un decorado con figurante incluido, un señor de porte distinguido que periódico en mano miraba de vez en cuando a lo lejos por encima de sus gafas, no se sabe si al paisaje o a algún amor no correspondido. Entraban ganas de pellizcarse para ver si todo aquello era verdad o espejismo.
Al día siguiente paseamos por el Chiado y sus librerías de viejo, a pescar libros. A soñar que España pudiera un día presumir de sí misma de esa forma tan culta, elegante y civilizada.
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