Crónica personal
Pilar Cernuda
Salazar, otra pesadilla
El viejo rockero acababa de leer la que dicen es la novela del año, Caledonian Road, de Andrew O‘Hagan. Más de seiscientas páginas describiendo la sociedad británica actual con la precisión de un cirujano, y al final le había invadido la amargura de saber que el Londres colorista de Picadilly Circus, que en su día le hizo soñar con ser James Bond, Mick Jagger o Michael Caine, era ahora un lugar contaminado por el dinero sucio, donde la chulería de los poderosos crece más incluso que los precios de los pubs, y en el que sus habitantes se hunden en la desesperanza incapaces de encontrar una salida a sus vidas, rodeados de activistas enamorados de si mismos e intelectuales sin argumentos. Algo así ya sucedió cuando al marchitarse las flores que los hippies llevaban en sus cabelleras en la California de los sesenta, la luz y el optimismo que irradiaban sus sueños de amor y libertad se convirtieron en suciedad, abandono y manadas errantes de vagabundos solitarios, perdidos en busca de un camino que los llevara a algún lado, lejos de todo, donde poder desaparecer sin molestar a nadie. Él mismo se sentía raro. De joven abrazó al rock como el lenguaje propio que le permitió lanzar al mundo sus deseos, diatribas, pasiones y lamentos. Pero ahora aquel espíritu juvenil lo compartía en conciertos a los que asistían ancianos con problemas en sus huesos y esto le desconcertaba sobremanera. Se mantenía íntegro y fiel a lo que fue, pero con sus vaqueros apretados y sus camisetas de los Rolling sabía que un viejo ilusionado y con comportamiento de adolescente tardío, resultaba más patético que atractivo, por muy auténtico que fuera. Envejecer no le gustaba y le dolía sospechar que era algo que no iba a saber hacer con dignidad.
Una amiga le recomendó cambiar de estilo musical, ya que tenía estudios musicales con formación clásica y era un buen intérprete de piano y guitarra. Le dijo que abandonara su idealismo y que aceptara el paso del tiempo. Pero se negó. Era consciente de que estaba atrapado de por vida entre la realidad y sus deseos, en una prisión oscura de la que nunca saldría. Pero cada vez que subía a un escenario acompañado por su guitarra, en su celda se abría una ventana y entraba la luz que le hacía sonreír.
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