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La respuesta es no, no quiero bolsa. Llevo conmigo una talega y esta bolsita que después se remete hasta hacerla un gurruño. Me escucho diciéndolo, me imagino vista desde fuera y me da la risa: sueno a individua ejemplar de la socialdemocracia. A mí, plin; la incorrección política me la reservo en exclusiva para todo lo bueno. Digo “No quiero” y se me viene a la memoria cada detalle del canasto con el que iba a la tienda de chica, lleno de cascos de litronas y gaseosas. Digo “No quiero” y me acuerdo de mi madre distribuyendo la compra en bastantes, que luego usaba para guardar o portar cosas. No se desechaba ni una en casa, y de ahí arranca, supongo, esta imposibilidad de deshacerme de las que me llegan, que siguen siendo demasiadas. Y, por supuesto, no quiero bolsa porque el súper me las cobra, a un precio que no me arruina, mas haylas –siendo tan dañinas– e, inelegantemente, me las cobra.
Me rechistarán recordándome que me las cobran en virtud de la norma que persigue reducir la contaminación plástica, lo que está teniendo resultados indiscutibles y que, como persona preocupada por estos asuntos, debo valorar y reconocer su provecho. Entendido. Lo que no comprendo es por qué la compra que acarreo en mi talega de tela trae los pimientos en plástico; las lechugas cortadas, en plástico; las verduras, en bolsa, para hacerse en el micro en su jugo plástico, y las almendras, el cartón de huevos, el arroz o la harina, en plásticos, plásticos, plásticos, plásticos. Colocar la compra supone llenar una bolsa –de plástico– hasta arriba de plásticos.
De abril a diciembre de este año, las vecinas y vecinos de Sevilla vamos a pagar casi 20 millones de euros por la nueva tasa de gestión de basura. La medida viene desde el Gobierno central y, a su vez, de una directiva de la UE, y ahí andan enfrascados en los plenos discutiendo la nueva ordenanza y cómo y quién se tiene que rascar el bolsillo en función de la basura que genere y no recicle. Se puede discutir hasta el último céntimo sin llegar al fondo del asunto. Y en el fondo del asunto es precisamente donde está el estercolero: que los contenedores de Sevilla rezuman y rebosan no solo porque faltan, sino porque generamos cantidades obscenas y absurdas de basura. Que yo genero veinte veces más desechos de los que ha generado en toda su vida mi abuela –y reciclo veinte menos, pues ella sabe hacer jabón con el aceite usado y alimentar a nuestras gallinas con las mondas–. Que la basura que genero es plástica a lo bestia. Que albergamos microplásticos en el cerebro, en las placentas y hasta en las últimas habitaciones de la sangre. Que la isla de plástico del Pacífico es más grande que España. Que a la Sociedad de Consumo ya le podemos ir llamando, en toda su acepción, Sociedad Basura. En ella vivo. Y me cobran las bolsas.
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