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Una taxista, por sus vivencias y punto de vista, es en potencia una narradora posmoderna excepcional. Porque por su coche pasan cada día decenas de fragmentos de vida, asiste a miles de historias comenzadas que nunca sabrá cómo terminan, pasa por barrios tan distintos de una misma ciudad, transporta atrás estados de ánimo: el que lleva prisa, la que vuelve del médico, la que regresa de la feria, la ilusionada, el triste, el malaje, el que acude a recibir a su padre a la estación… Y, además, porque ser mujer en el taxi debe de tener su miga.
Por mi cabeza pasa todo esto mientras la taxista que me lleva a la Universidad Pablo de Olavide me va hablando. Conoce bien la zona, dice, estudió allí. Intuyo a una mujer inteligente, con cultura y calle, con fondo y carácter. Frase a frase, la conversación y el interior del vehículo se han convertido en un lugar muy confortable. Eso que llaman sororidad –palabra que, con solo escucharla, a algunos se les corta la mayonesa– debe parecerse a esto o, al menos, comenzar por aquí. “La de cosas que tienes que vivir”, le digo, y ahora en mi mente se forma la imagen de Winona Rider en Night on earth, al volante con sus rayban haciendo una gran pompa con el chicle. Me dice que no descarta escribir sus décadas en el taxi. Ha vivido de todo, también discriminación o inseguridad. Una compañera de Barcelona hace poco denunció a un cliente por masturbarse durante la carrera. Cuando escuchó lo que los dos pasajeros decían de la chica que iba con ellos, y que se acababa de bajar del coche, le dieron ganas de apearlos, ir a buscarla y decirle “¡corre!”. Procura, por cuidarse, no intervenir en las conversaciones machistas que se llegan a escuchar en la parte de atrás. Te comprendo, respondo. Aunque alguna vez no ha podido callarse. No reproduzco aquí lo que escuchó, ni otras cosas que también nos contamos.
Los taxis son los termómetros móviles de las ciudades. Frente a los VTC –más asépticos, casi un no-lugar–, el taxi es una cápsula concentrada del carácter, el ánimo, el estado y el espíritu de un lugar. Es también, en gran medida, la tarjeta de presentación –no siempre amable– de un sitio. Petit taxis de Rabat, rapimotos del Caribe, los iron man de México… En un gremio tan masculinizado, ¿cómo conciliarán ellas sus vidas, cómo las ven sus compañeros, qué tal les irá en los turnos de noche?, me pregunto en silencio. Ella, que es muy larga y amorosa, me ha leído el pensamiento: me cuenta que un nutrido grupo de compañeras taxistas que curran en distintas ciudades de España se van a dar pronto cita en Sevilla. Han elegido reunirse aquí. Para seguir conociéndose y hablando de sus trabajos y sus vidas. Le respondo que merecen que esto se sepa y que incluso las reciba el Ayuntamiento. Quedamos en silencio. Sonreímos. Fin de trayecto. Cierro la puerta y el golpe no suena a punto final.
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