
Brindis al sol
Alberto González Troyano
Incertidumbres políticas
¡Oh, Fabio!
Desde finales del siglo XV y hasta mitad del siglo XIX se la denominó con el elegante nombre de calle Triperas o Triperos, que eso del desdoblamiento del lenguaje no es una cuestión exclusiva de nuestros tiempos. Fue durante el romanticismo isabelino, tan dado a los prohombres y próceres de la patria, cuando se la renombró para honrar al pintor más grande que ha dado Sevilla y España, Velázquez. Hoy nos parece absurdo que a un genio como don Diego se le adjudicase un fragmento de viario de apenas unos metros, una calle fantasma a la que la gran mayoría conoce como Tetuán, olvidando que ésta muere en su desembocadura en Rioja. Por cierto, que Tetuán debe su nombre a la conquista de la ciudad marroquí por parte del general O’Donnell en aquel conflicto del que Alarcón dejó constancia en su Diario de un testigo de la guerra de África, libro cargado de tantas soflamas que dan ganas de cargar a la bayoneta contra cualquier rebaño de la Mancha, por confundir libros y paisajes. Lo digo porque cualquier día de estos nos la descolonizan. Al tiempo. Pero retomemos el hilo. La calle Velázquez parece hoy poca cosa para el gran pintor, aunque en su día fue lugar de gran animación por los cafés que allí tenían su asiento: el Central, el América, el Nacional... garitos de escritores, hombres de negocios sin prisa, diletantes y charlatanes. Pura vida meridional antes de la calvinización de España y los discursos del emprendimiento. Lo lógico, lo que pedía a gritos la Historia con su mayúscula, era que se hubiese puesto Velázquez a toda la calle que va desde la Plaza Nueva hasta la Campana y no solo al tramo entre Rioja y O’Donnell. Pero la lógica no es algo que competa a una ciudad aficionada a la segmentación hasta el infinito de su callejero para mayor confusión de carteros y paseantes.
El pobre Velázquez, pionero del talento sevillano fugado a Madrid, apenas tiene dedicados unos metros en su ciudad natal. Una injusticia histórica que, sin embargo, ha arreglado ese gran Dios del mundo contemporáneo que es el mercado. No es poca cosa. Como informaba ayer Cristina Cueto en estas páginas, la pequeña pero enjundiosa calle Velázquez está, puede que un año más, entre las diez más caras de España, casi a la altura de las madrileñas Fuencarral y Goya. Es hora de que presentemos su candidatura para que Velázquez entre en el Monopoly, si es que alguien en estos tiempos sigue jugando en ese tablero en el que todos soñamos con ser grandes y despiadados especuladores (algunos con más éxito que otros, como se puede comprobar fácilmente). Al final, Margaret Thatcher (la de la “sociedad no existe”, como si viviese en el Vacie) tenía razón. No hay nada ni nadie a quien el mercado no termine poniendo en su sitio.
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