Editorial
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El juez de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que instruye la causa por un presunto delito de revelación de secretos contra el fiscal general del Estado, dictó la semana pasada una orden de entrada y registro del despacho oficial de Álvaro García Ortiz. Así que agentes de la Guardia Civil se personaron de uniforme en las dependencias oficiales para intervenir todos los dispositivos electrónicos que utiliza el máximo responsable del Ministerio Público, así como los objetos y la documentación que ayuden a esclarecer los hechos. En resumen, los funcionarios disponían de autorización del magistrado para requisarle los teléfonos móviles, clonar los servidores de sus ordenadores y hacerse con los correos y mensajes intercambiados desde el pasado 8 de marzo. El juez Ángel Hurtado pretende averiguar quién filtró datos confidenciales del empresario Alberto Gómez Amador, novio de la presidenta de Madrid, e investigado a su vez por un presunto fraude a Hacienda. En una primera lectura, podríamos ensalzar como positiva esta actuación que refuerza la fortaleza de las herramientas democráticas para evidenciar que no existen reductos de impunidad. Pero sólo imaginar que un guardia civil se haya personado en la sede para clonarle los móviles al fiscal general –más allá de resucitar a Valle-Inclán y sus esperpentos–, proyecta una imagen devastadora sobre una institución crucial para la Justicia en España. La presunción de inocencia de García Ortiz resulta incompatible con que siga al frente del organismo durante este proceso. Las diligencias son secretas. Su defensa no puede acceder a las mismas. Pero sí los fiscales del propio Supremo que, a la postre, tendrán que dirimir si acusan o no a su superior jerárquico. Un sinsentido. Si al fiscal jefe, con el respaldo del Gobierno, no le importa el descrédito y se niega a dimitir hay mecanismos legales para forzar su suspensión provisional.
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