EDITORIAL
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En la madrugada del sábado al domingo toca, como ocurre dos veces al año, reajustar los relojes para adaptarnos al horario de invierno, que hará que se ganen horas de luz por la mañana y se pierdan por la tarde. Este cambio horario, que funciona de manera coordinada en toda la Unión Europea, se estableció bajo criterios de ahorro energético, aunque nunca estuvo muy clara su eficacia y en España funciona desde 1974, cuando el Gobierno lo impuso en plena crisis del petróleo. En 1978 España se adaptó al sistema europeo, aunque todavía no estaba integrada en las instituciones comunitarias. Para nadie es cómodo adaptarse a un cambio que altera, durante varios días, los ritmos de sueño y conlleva otras muchas molestias y, por ello, desde hace varios años hay un vivo debate sobre la conveniencia de suprimirlo y quedarse todo el año con uno de los dos modelos. La controversia ha subido grados por el hecho de que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en una declaración revestida de cierta grandilocuencia se haya declarado firme opositor al cambio y ha anunciado que defenderá en Europa su supresión. Los argumentos de Sánchez tienen escasa consistencia: que él ya no le ve sentido y que la ciencia ha reconocido su inutilidad, lo cual no deja de ser una apreciación subjetiva carente de cualquier aval. En el mundo científico existe disparidad de criterios. Da la impresión de que Sánchez ha querido aprovechar el hecho de que el acuerdo de la UE sobre cambio horario tiene que pasar por una inmediata revisión para introducir en el debate público una cuestión de evidente interés ciudadano y bajar la presión sobre otros temas por los que está sufriendo un serio desgaste político. Aunque este componente haya estado en el anuncio del presidente, no cabe duda de que el cambio de horario en marzo y octubre merece una seria reflexión que determine si son más sus perjuicios que sus beneficios.
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