Uno de mis actores favoritos del cine del periodo de la Transición es, sin ningún lugar a dudas, Miguel Rellán, inolvidable ayudante del detective de El crack y muy creíble ministro socialista en la divertidísima La vida alegre, entre varios trabajos dignos de encomio. Una estima que, más allá de gustos propios, ha sido compartida por la crítica especializada y sus compañeros de profesión, como demuestra el hecho de la concesión, junto a otros galardones, de un premio Goya.
En gran medida, las habilidades escénicas de Rellán se moldearon en las tablas del teatro. A su militancia en el grupo Esperpento, uno de los experimentos más llamativos de la contracultura antifranquista hispalense, se refería el intérprete nacido en el extinto Protectorado de Marruecos, en una entrevista publicada hace aproximadamente un mes en uno de los suplementos culturales de la prensa diaria. Leyendo con el máximo interés sus declaraciones, me contrarió sin embargo un despectivo comentario hacia la obra del prematuramente desaparecido Alfonso Paso (1926-1978), que sirve de motivación inmediata del presente artículo.
Entre los conferenciantes forasteros que tienen previsto arribar a nuestra ciudad, este noviembre, se encuentra Almudena Paso, cuyo apellido me ha facilitado el modesto y simplón juego de palabras que da título a estas líneas. Almudena, como quizás sospeche ya el lector, es hija de Alfonso y viene a reivindicar la memoria de su padre, al que los prebostes del tinglado cultural contemporáneo han sepultado bajo el oscuro manto del silencio.
Si no existieran evidentes prejuicios políticos de por medio, resultaría del todo punto inexplicable que el dramaturgo español más popular de su época, autor de más de doscientas obras de teatro y cien guiones cinematográficos, traducido a otros idiomas, respetado y reconocido en numerosos países extranjeros, sea objeto de semejante menosprecio.
Sobre Paso, polifacético y deslumbrante personaje criado en el seno de una familia de artistas, recayó, ya en vida de Franco, la acusación de literato ciegamente leal a su régimen, lo que no se corresponde con la independencia de criterio que caracteriza su notable producción periodística –fue un fino columnista de opinión, y así queda patente en la antología Los pasos perdidos– y el escaso apoyo oficial a su carrera, tan limitada por la censura como las de otros muchos creadores en aquellos tiempos difíciles.
Siete años atrás me manifestó su hija –a la que no tengo el placer de conocer cara a cara– en respuesta a un cuestionario que le remití, que Alfonso Paso, de haber sido inglés, tendría una estatua en el londinense West End. No en vano ostenta méritos asombrosos como el del récord de permanencia en cartelera, durante veinticinco años, de su comedia Enseñar a un sinvergüenza o el hito que supuso que siete de sus obras se representaran de forma simultánea en teatros madrileños en 1968, coincidiendo con el cénit de un éxito que ni sectarios ni envidiosos podrán arrebatarle jamás.