Hace ahora dos siglos, los baños en el río Guadalquivir, durante el caluroso mes de julio, acrecentaron el pastoral celo del arzobispo Luis de Salcedo, a fin de evitar no menos ardientes escándalos y desórdenes –casi seguro que de carácter moral- debidos a la confluencia y cercanía, en los baños, de sevillanos de ambos sexos. El escritor y periodista Justino Matute y Gaviria (1764-1830), que prosiguió la redacción, a partir de la gran obra de Ortiz de Zúñiga (1633-1680), de los Anales eclesiásticos y seculares de la que se encomiaba como muy noble y muy leal ciudad de Sevilla, repara en ello y lo cuenta entre otros aspectos del año 1726. Advierte, como aviso general, que la causa común de la corrupción de las costumbres no es otra que el abandono de la policía. Y señala que el arzobispo, excitado por la mojada y fluvial proximidad de los cuerpos, firmó un edicto, a principios de julio de ese año, prohibiendo a las mujeres bañarse en el río, so pena de excomunión mayor “ipso facto incurrenda”. Además, notificó a los curas que no dieran sepultura eclesiástica a “las inobedientes que se ahogasen”, dado que estarían afectadas por la antedicha pena. Incluso no se libraron de multa “algunas que se cogieron in fraganti, aun cuando lo hicieran con mandato expreso de médico”. Opina Matute que la severidad del prelado no le permitía hacerse cargo “de la urgencia de este alivio en pueblos tan cálidos como Sevilla, en que no siempre el baño es un deleite, sino una medicina”. Esto es, un baño terapéutico y no un solaz inclinado a lascivia. La cuestión llegó al Cabildo y el 8 de agosto se acordó que la Junta de Salud celebrase con premura, el día siguiente, una conferencia entre los profesores de Medicina, con objeto de pronunciarse sobre la necesidad de los baños en el río y la utilidad e inconvenientes de ese desahogo de los cuerpos sofocados. Aunque diversas y opuestas fueron algunas de las disquisiciones de los facultativos, se convino que tales baños eran necesarios y oportunos. Como argumento de autoridad, también se contó con ese parecer del que era médico de cámara de S. M. y regente de la cátedra de Medicina de la Universidad de Sevilla, el doctor Pedro Osorio de Castro. Dio este a la imprenta, el año siguiente, un elaborado escrito, y el arzobispo, a quien probablemente los calores habían aflojado la severidad pastoral, dispuso suspender su edicto tan contrario al baño de las mujeres, si bien exigió al gobierno político “las cautelas convenientes a la pública decencia y conservación de la honestidad”. Dos siglos transcurren de este relato sobre los baños en el Guadalquivir, por lo que del todo inconveniente resulta acudir a un poco juicioso presentismo. Mas en todo tiempo se advierten desavenencias con las convenciones y doctrinas, e incluso caben restituciones debidas a observancias más mundanas por juiciosas.