Escalofrío en el desierto
Casi un cuarto de siglo ha transcurrido desde el momento en que fui destinado, para realizar mi fase de prácticas como funcionario docente y tras varios cursos dando previamente tumbos siendo interino, al instituto público que luce el nombre romano de la localidad de Coria del Río. Entre los compañeros de mayor edad que allí conocí, uno de ellos había morado en el Sáhara Occidental, antes de su apresurada descolonización y en circunstancias que me narró pero que han caído en mi olvido.
Lo que sí recuerdo con nitidez, de las conversaciones con aquel colega de claustro, fue su escalofriante relato acerca de las horrorosas laceraciones en la bronceada piel de los independentistas díscolos que se rebelaban en las calles, ocasionadas por las porras forradas con alambre de púas portadas por los agentes de la Policía Territorial, una de las dos unidades mixtas de europeos y saharauis –junto a la Agrupación de Tropas Nómadas– creadas para auxiliar a los contingentes militares que con carácter efímero garantizaron nuestra soberanía sobre aquellas tierras lejanas.
En contraste con la brutal anécdota, lo cierto es que, a pesar del entusiasmo indudable de personalidades sugestivas como Emilio Bonelli o Antonio de Oro, respectivos fundadores de Villa Cisneros y El Aaiún y cuyas aventuras hubieran dado lugar a taquilleras películas de ficción en cualquier otro país, el principal denominador común de la colonización de la franja de costa africana dispuesta frente al archipiélago canario fue la desidia.
Sólo así se explica que hasta 1934 no acometiera España la ocupación de la región de Ifni, tras haber ganado sus derechos sobre ella en el tratado de Wad-Ras, suscrito en 1860 con el sultán Mohamed IV. O que por esas mismas fechas la presencia en las zonas situadas más al sur, asimiladas desde 1884, se redujera apenas al dominio de tres pequeños enclaves costeros.
Pese a su importancia estratégica para la protección de las Islas Canarias y el atractivo de los abundantes recursos pesqueros, no es extraño que una nación pobre y decadente como la nuestra casi no se esforzara en desplegar sus energías en un inmenso secarral azotado por las tormentas de arena y escasamente habitado por grupos humanos tribales y nómadas.
No cobró verdadero impulso la colonia hasta la época de Franco, en la que la coexistencia de los ideales africanistas con las perspectivas de negocio generadas por el descubrimiento de unos ricos yacimientos de fosfatos, animaron una política expansiva en carrera contra el tiempo. Ni las inversiones en infraestructuras y viviendas ni la emigración de miles de trabajadores y técnicos hallaron premio duradero, ante la creciente presión de la ONU para hacer efectivo el derecho de autodeterminación de la población nativa y las ambiciones de un Marruecos que al final se llevó el gato al agua, desalojándonos de forma tan precipitada como ignominiosa, coincidiendo con el fallecimiento del único gobernante que se tomó en serio el valor de aquella posesión.
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