La tribuna

Fuegos artificiales de verano

Fuegos artificiales de verano
José Antonio González Alcantud
- Catedrático De Antropología

Mediado el verano me solazaba de que este hubiese pasado sin mayor quebranto en tocante a fuegos forestales, a diferencia de lo que había ocurrido en los últimos años en numerosos países cercanos y lejanos. Como en toda catástrofe, de manera inesperada se desató la tragedia.

Primero, fue el aviso de la mezquita de Córdoba, fuego, sin lugar a dudas, debido a la incompetencia de sus gestores. En un monumento de titularidad pública es difícil que se desate un incendio por dejar enchufado un aparato en una capilla, junto a una pila de sillas. Sea anatema. Sin ir más lejos yo estudié el de la Alhambra de 1890 que estuvo a punto de llevarse por delante a los palacios nazaríes. Estudiado el expediente resultó que el incendiario, el jefe de los guardas, había actuado así porque no le permitieron hacer lumbre en su hogar, sito en el recinto, con el fin de calentarse en el invierno. Colegimos de ello, que ya existían normas estrictas que procuraban paliar los riegos. ¿Cómo es posible, pues, que un siglo y medio después el cabildo catedralicio cordobés cometiese esa torpeza? Todo ello nos pone ante el hecho histórico de aquel otro cabildo catedralicio del siglo XVI que quiso demoler la mezquita, y cómo el emperador Carlos V, en nombre de principios superiores, ordenó bajo pena de muerte que no se tocase ni una sola piedra del templo omeya. El debate sobre el particular, sin que nadie lo haya deseado, se ha incendiado otra vez.

Segundo, una península ibérica, muy crecida forestalmente –basta comparar fotos de antes y ahora, para ver el avance de la masa boscosa, frente al retroceso de la agricultura–, ha visto arder parajes enteros. Insultos de la mayor gravedad han volado rápido. El tertuliano, como sabelotodo, ha avivado los fuegos políticos. Si algo ha quedado claro es que, tras las inundaciones de Valencia, no se ha tomado nota de casi nada en la gestión de las catástrofes. No me importa si tiene razón la izquierda o la derecha, pues ambos tienen motivos para callar: véase aquel caballerete televisivo que de una manera consciente nos engañaba a diario cuando la Covid, sosteniendo contra toda razón que en España “estábamos preparados”, o ese presidente valenciano que andaba en sus asuntos particulares mientras los demás iban flotando río abajo. Muy tarde recurren a los especialistas, que no son otros que los sufrientes, los que viven las catástrofes en intimidad.

El fuego es purificador, los bosques también se regeneran gracias a él. El fuego es el centro del hogar; el fuego es la cocina; el fuego es la luminaria nocturna. Los antropólogos desde Frazer hasta Lévi-Strauss han dado cuenta de las funciones del fuego en la cultura humana. El fuego, con lógica implacable, ocupa el centro de la vida de los zoroastrianos. El fuego no es nuestro enemigo, es nuestro aliado, a condición ineludible de ser domesticado. Así lo he abordado en mi libro Las catástrofes y los elementos.

Gastón Bachelard, un físico-químico metido a filósofo de la cultura, escribió páginas brillantes sobre el fuego, concluyendo que es tal la atracción que ejerce que no le preguntes a un pirómano encerrado en un psiquiátrico –como deben serlo la mayoría–, que, si sabe encender un fósforo, ya que atemorizado te lo negará rotundamente.

Debe abrirse un debate técnico y ciudadano, que no político –los políticos están inhabilitados para esta tarea– sobre los desastres naturales. En este sentido la expresión, hábilmente manipulada por los más extremistas, de “el pueblo salva al pueblo” podrá tomar forma racional para lograr una mayor eficacia en prevención y gestión de los desastres.

A algunos políticos municipales se les ha ocurrido eliminar los fuegos artificiales de las fiestas de los pueblos, lo cual tampoco es una medida muy brillante. El debate, sobre todo, está en repoblar las España vaciada, desurbanizar muchas zonas costeras, y cambiar de modelo económico. De no hacerlo pronto y rápido estamos abocados a que, en la próxima catástrofe, por ejemplo, un gran terremoto, la gestión sea más caótica aún.

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