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Gabriela Ortega Gómez nace en 1915 en la sevillana Alameda de Hércules, siendo descendiente de una dinastía gitana de cantaores y toreros: hija del banderillero Enrique Ortega el Cuco, sobrina de Joselito el Gallo y prima de Manolo Caracol. El violento enfrentamiento entre sus progenitores y el suicidio de su padre siendo niña marca su vida, modulando sus profundas dotes artísticas. Estudia Teatro en la Universidad de Sevilla y se convierte en una artista completa, escenificando y recitando poemas de autores como Federico García Lorca, Rafel Alberti o Juan Ramón Jiménez al compás de un pausado baile flamenco, arte novedoso del que puede considerarse pionera, aunque ella se autoincluía en la Escuela de Juglares. Llega a ser primera actriz del Teatro Español Universitario y después de recibir alguna distinción honorífica marcha a tierras sudamericanas a finales de los años cincuenta, donde cautiva a todos y se convierte en una persona muy querida en países como México o Argentina. La huella dejada en los territorios transatlánticos queda patente por la presencia en el palco principal del Teatro Nacional de Buenos Aires de un sillón con su nombre grabado en letras de oro. Regresa a España tiempo después y comienza su declive, dedicando sus últimos años a la pintura y la escritura. Alejada de su mundo, fallece en 1995 en una residencia de ancianos en Aznalcázar.
Dos años después de su muerte, Sevilla recupera su memoria y le dedica una amplia glorieta en el Parque de María Luisa, donde ya existía en su centro una higuera australiana de Bahía Moretón (Ficus macrophylla) que había sido plantada en los años sesenta del pasado siglo. Este espacio se halla entre la Avenida de Bécquer y la de Conde Colombí, a espaldas de la glorieta donde se erige el monumento de la Infanta María Luisa Fernanda de Borbón, que con la donación en testamento de terrenos pertenecientes a su Palacio de San Telmo engendraría el maravilloso Jardín de Jardines que posee nuestra ciudad. El ficus de Gabriela Ortega nos ofrece hoy una imagen mayestática con sus veinticinco metros de altura; con sus hojas coriáceas; con sus raíces aéreas, tabulares y superficiales que se extienden y ocupan el enorme alcorque en el cual habita. El grandioso árbol convierte el lugar en uno de los más impresionantes a ojos de amantes y visitantes del simpar Parque de María Luisa; a pesar de ser una glorieta austera, sin bancos ni fuente, sin parterres floridos y sin el busto prometido: una estatua de aires toreros concluida en 2004 por Manuel Hernández León, pero cuya prevista instalación no se efectuaría y duerme el sueño de los justos en algún recóndito almacén. La belleza del enclave y el espíritu inquieto de Gabriela Ortega se funden en este luminoso cruce de senderos, mientras los cadenciosos poemas recitados por la culta rapsoda resuenan en mi mente cuando tengo el honor de detenerme ante un solitario ficus que reclama a los cielos la efigie ausente de su gran artista.
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