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Jesús Carrasco: "Todos estamos hoy arrastrados por un ritmo que no es humano"

El escritor extremeño afincado en Sevilla Jesús Carrasco posa antes de esta entrevista.

El escritor extremeño afincado en Sevilla Jesús Carrasco posa antes de esta entrevista. / Juan Carlos Vázquez

El escritor Jesús Carrasco (Olivenza, Badajoz, 1972) aprendió, cuando observaba a su padre encuadernar libros en su taller, que si uno trabaja con las manos "de una manera concienzuda y serena, no hace algo sólo con ellas, sino con todo el cuerpo y con la mente: está concentrado, pero también ese trabajo es una forma de evasión". El autor de Intemperie y Llévame a casa parecía predestinado a escribir Elogio de las manos (Seix Barral), la novela con la que ha merecido el Premio Biblioteca Breve, en la que define esas extremidades con las que sujeta un martillo o teclea un texto "una parte sustancial de lo que soy".

La obra, la historia de una familia que reforma y trabaja por hacer acogedora una casa en ruinas, un inmueble sobre el que acecha sin embargo la amenaza de una próxima demolición, reivindica la mística discreta del trabajo artesano. En esta novela esperanzada y honda la bondad se erige en otra forma de belleza, los muros se levantan para acoger a los otros y la quincalla y los objetos aparentemente inútiles alcanzan su destello en una dimensión poética.

–En esa casa cobran una nueva vida objetos desechados como quemadores de gas o sillas, que sus propietarios anteriores ya no querían. Parece una rebelión en este tiempo marcado por el consumismo, y en el que uno se convierte en un paria si no tiene el último modelo de algo...

–Después de escribir el libro me he dado cuenta de que tiene muchos elementos contraculturales, podríamos decir. Algunos intencionados y otros no tanto, lo que me lleva a pensar que mi visión del mundo es contracultural, en cierto modo. Soy crítico con el tiempo que me ha tocado en suerte. A veces se me acusa, o yo mismo me acuso, de ser un hombre antiguo, aunque no creo que esa sea la expresión correcta. El hecho de no tener redes sociales, el desconfiar del uso de las pantallas para todo y de esta hiperconectividad en la que vivimos, no me convierte en alguien vetusto.

–Más bien en un hombre con sentido común...

–Sí. Porque me temo que estamos todos, y yo también, arrastrados por un ritmo que no es humano. No dejo de ver gente agobiada y cansada a todas horas, y yo el primero. Ya ni siquiera tenemos en la lectura ese refugio que nos permite aislarnos del mundo: acudimos al móvil en algún momento porque sentimos que algo está ocurriendo en algún lugar y nos lo estamos perdiendo. O porque nos salta un mensaje que debemos atender, nos acordamos de una tarea que no queremos que se nos acumule... El libro es un juego literario con otra forma de hacer las cosas, que no necesariamente es una forma antigua.

"Antes pensaba que lo importante de la vida sucedía fuera, lejos, pero hoy sé de la grandeza que hay en lo cercano”

–La novela también habla de otros modos de habitar. No sólo por esta casa que reforman los protagonistas y está abierta a las visitas; otro de los personajes presta su piso a los familiares de pacientes del hospital para que se aseen y descansen allí.

–Eso lo he aprendido al vivir en Sevilla. No sé si se debe a la idiosincrasia de la ciudad, que tiene fama de ser amable en la superficie pero cerrada en realidad con los que vienen de fuera, o simplemente se debe a la generosidad de mi familia política, quienes me acogieron aquí. Ellos siempre han tenido la casa abierta, hasta las últimas consecuencias. Eso a veces es incómodo [ríe], pero a mí me ha aportado una riqueza enorme esa percepción de que la casa recibe a quien lo necesite, es un espacio para disfrutar y también para acoger.

–La pintura de una pared, se dice en el libro, es "una promesa de comienzo", la "alegría de un muro blanco es la de un renacimiento". Hay mucho simbolismo en cada gesto de reformar una casa.

–Yo emparento los trabajos manuales o artesanales con la vida. Levantarse cada mañana, dedicar tus energías a una labor, apasionarte con algo que sabes que tendrá un disfrute efímero se parece al ejercicio de vivir. Seguimos comprando libros, leyendo, trabajando, en la medida de lo posible apasionándonos con lo que hacemos, sabiendo que la cosa acabará.

Jesús Carrasco. Jesús Carrasco.

Jesús Carrasco. / Juan Carlos Vázquez

–El narrador asegura que en la casa paterna nunca entró un electricista. ¿Hoy somos más torpes, más dependientes, que las generaciones que nos precedieron?

–No, no somos más torpes, pero sí más dependientes. Hemos delegado todo ese tipo de tareas sencillas, y hemos perdido la práctica. Pero volver a eso, creo, es un ejercicio de autonomía al alcance de cualquiera. Es una forma de emancipación casera. Arreglar un enchufe, no hablo de un móvil o un ordenador que requieren un conocimiento más complejo, hace que seamos mucho más independientes. El día está lleno de esos pequeños tropiezos que nosotros mismos podríamos resolver. En estas semanas de promoción del libro he defendido que estos saberes modestos deberían formar parte de la educación general básica, que está muy centrada en los conocimientos, pero que da la espalda a las cuestiones prácticas. Cambiar un enchufe, coserse un botón, freír un huevo, hacer la reanimación cardiopulmonar... Cuatro nociones sencillas que contribuirían a nuestra autonomía.

–Usted se rebela contra "el estereotipo del pueblo" como un lugar "de relaciones vigilantes y cerradas". Lamenta que "rara vez se habla del tejido comunitario; de la red de personas que se auxilian y comparten".

–La estructura de los pueblos, donde predominan las casas, hace que sea más fácil encontrarse en un espacio común, en las calles. En las ciudades resulta más difícil ese contacto: el espacio común es el rellano, si acaso el barrio. Rompo una lanza a favor de los pueblos porque se ha escrito mucho de ellos de forma negativa, en clave oscura o negra. Yo tampoco quiero ser ingenuo, pero en este libro he tratado de poner el acento en la visión más positiva de las cosas, que también existe. He procurado rescatar la belleza, lo más noble de la realidad, de una manera intencionada. Es una propuesta literaria y estética. Ya sé que existe la maldad, en los pueblos y en las ciudades. Ya sé que la gente puede ser cruel, sólo hay que levantar la cabeza para verlo. Pero yo he querido escribir un canto. Lo resalto ya desde el título, lo que hago es un elogio.

"Sé que en el mundo hay mucha maldad, pero en este libro he puesto el acento en la visión más positiva de las cosas”

–En la novela se dice que "el testigo que recorre el tiempo", que se pasa de una generación a otra, "es el amor". Da la impresión, por sus últimos libros, que usted ha aprendido a reconocer la importancia de los sentimientos.

–Sí, eso se debe a un proceso personal, que he vivido, de limpieza, digamos. Se llama deconstrucción y consiste en quitarte esas mochilas que llevas, que todos llevamos. Recibimos una educación, hay una parte absolutamente válida en ella y otra que no te corresponde, que tienes que gestionar. Yo, como tantos hombres, identifiqué en esa herencia que no me habían preparado para las emociones, ni para expresarlas ni para transmitirlas. Con los años he hecho un trabajo enorme en este sentido y me siento cada vez más liberado, más libre para decir que quiero a alguien. Pero tengo que decir que el pegamento que observo a mi alrededor es el amor, y no sólo en las personas de mi entorno. Lo veo en detalles de la vida cotidiana que pasan inadvertidos, sepultados quizás por la parte negativa de las cosas: esa persona que te ayuda en la calle, ese gesto de protección que te inspira un niño que no es tuyo. El amor tiene muchas dimensiones y no sólo se expresa con el abrazo a un familiar.

–En una entrevista anterior aseguraba que no había que viajar al quinto pino como Hemingway en busca de la vivencia para escribir, que la inspiración podía estar al alcance de la mano.

–Aquí lo he llevado al extremo, he intentado acercar el territorio literario al máximo. Ese territorio va de la observación con lupa de una hormiga a unos cientos de metros, a una colina un poco más allá donde los personajes montan en burro. Esto también forma parte de ese aprendizaje del que hablábamos antes, de ese transitar mío: tengo cada vez una consideración más clara de lo cercano. Antes pensaba que lo importante estaba lejos, o que lo relevante sucedía fuera, en alguna otra esfera, y me he dado cuenta de que no es así.

–Compara la corrección de un texto con el acabado de un mueble: un novelista también lija un borrador...

–Esa es una reflexión que ya traía de antes, y que en esta novela se ha condensado. Ahora, si me preguntas si me considero un artesano, respondo claramente: Sí. Un artesano de la literatura. Ese momento en que la novela ya tiene su forma expresada, pero debes darle una prestancia, comparte paralelismos con el acabado de un mueble. El artesano y el escritor suelen tener trabajos solitarios, en los que uno se concentra en su materia, la madera, la arcilla y la palabra, y la elabora con sus propios medios. Richard Sennett, el autor de El artesano, habla en su libro de una ética, de la preocupación por hacer las cosas bien más allá de que consigamos o no un reconocimiento por ello. Me encanta esa idea, y creo que nos iría mejor en nuestras vidas si la tuviésemos más en cuenta.

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