El parqué
Continúan los máximos
Jaén Retro
Detrás de cada dobladillo perfecto y cada traje a medida, late una historia de resistencia y arte silencioso. En el Jaén de la posguerra, un ejército de hombres y mujeres convirtió agujas, hilos y telas en un acto de valentía cotidiana. Este es un homenaje a quienes, a pesar de ser pilares esenciales de la comunidad, vieron su labor diluirse en el olvido.
Durante la década de 1950, el rumor constante de las máquinas de coser se convirtió en el sonido de la supervivencia. En una época de economías familiares maltrechas, el oficio textil se erigió como un pilar económico indispensable. Para muchas jóvenes, dominar el arte de la aguja no era una afición, sino una necesidad vital; la única puerta a un mundo laboral precario, pero digno.
En la intimidad del hogar, la figura de la costurera era el latido silencioso que mantenía a flote la economía familiar. Desde su domicilio, estas mujeres convertían hilos y telas en las pesetas indispensables para el sustento diario. El runrún rítmico de la máquina de pedal Singer era la melodía que acompañaba las tardes en muchos barrios de Jaén, un zumbido que hablaba de esfuerzo y creatividad.
Eran auténticas alquimistas de la tela: transformaban simples retales en cuellos impecables, y metros de percal en el vestido de domingo, el ajuar de una novia o el traje de primera comunión. Sus casas, a medio camino entre taller y salón social, eran espacios donde las conversaciones se hilvanaban con la misma paciencia que los dobladillos.
Otras llevaban su talento a los numerosos talleres que salpicaban la ciudad. En estos espacios, la maestría artesanal y la creatividad coexistían con una cruda realidad: sueldos ínfimos, ausencia de contratos y, en la mayoría de los casos, una desprotección legal total. Esta precariedad laboral empañaba el brillo de un talento excepcional, revelando la otra cara de una destreza que vestía a toda una sociedad.
En la calle Cerón, donde hoy se encuentra el Bar La Barra, en el primer piso de la misma casa, se alzaba antaño Modas Pili. Su propietaria, una profesional de la costura e hija del pionero fotógrafo Jaime Roselló, ejercía con maestría el arte de la modistería. Sin embargo, si de talleres emblemáticos hablamos, hay dos nombres que resuenan con fuerza en la memoria de la ciudad.
En la calle Los Álamos, el taller de Sole, dirigido por la experta modista Soledad, era un referente de profesionalidad femenina. Desde allí, comandaba con destreza una magnífica plantilla de jóvenes aprendices.
Pero, por encima de todos, destacaba el taller de corte y confección de Inés Catena, en la calle Pintor Zabaleta. Entre sus paredes, ocho jóvenes obreras de la aguja —nombres como Juani, Rafi, Pepi, Charo, Loli, Lini, Isa y Mari Carmen, la mayoría sin superar los veinte años— trabajaban con disciplina y esmero. Armadas con tres icónicas máquinas de coser Singer, eran las artífices de los vestidos más soñados: trajes de novia, de gitana, de fiesta... Su clientela, fiel y acomodada, confiaba en ellas para las ocasiones más especiales. Entre sus visitantes más ilustres se contaba la madre de la cantante Karina, quien solía acudir al local siempre acompañada de su joven hija.
Frente al universo femenino de la costura, el sastre se erigía como el indiscutible artífice de la elegancia masculina. Un traje a medida no era una simple prenda, sino una inversión para toda la vida y un símbolo de estatus y seriedad.
En la calle Maestra, la sastrería de Juan del Arco era sinónimo de excelencia. Atendía a una clientela selecta, a la que vestía con las telas más exquisitas de los mejores fabricantes de la época, como Tamburini, Kolomer, Llonch, Salas y Jorge Domingo. Entre sus mesas de trabajo se formaron grandes cortadores, como Alfonso del Castillo, quien con el tiempo abriría su propio establecimiento en 1961 en la calle Salido y, más tarde, en la calle Mesones.
Al descender desde la plaza de Santa María por la calle Campanas, se alzaba la sastrería Ruano, especializada en todo tipo de uniformes para organismos oficiales, empresas privadas, instituciones militares y carreras universitarias. En sus talleres se forjaban auténticas maravillas textiles, adornadas con galones y condecoraciones. Mientras tanto, la Sastrería Moderna había cimentado su fama en los impecables trajes de caballero a medida, confeccionados con esmero artesanal.
Al final de la calle Cerón, en un primer piso, el sastre Degiuli era toda una institución. Hombre afable y apasionado de los toros, constituía una verdadera atracción oírle hablar de cualquier diestro, relatando sus pases con maestría. También era una de las personas que estaba al día de todo lo que ocurría en la ciudad. Soltero y residente con dos hermanas, su icónico sombrero de ala ancha era ya una parte inseparable del paisaje urbano.
Mientras tanto, en la calle Martínez Molina, la sastrería Negrillo, propiedad de Rafael Negrillo Casanova, bullía de actividad. Con hasta diecinueve personas trabajando bajo su techo, era un verdadero taller-escuela donde, a pesar de los salarios modestos, cada aprendiz adquiría un oficio que les garantizaría ganarse la vida honradamente.
Eran el corazón palpitante del comercio: las tiendas de tejidos y mercerías. Estos auténticos santuarios de la materia prima eran lugares donde la tradición y la textura prevalecían por encima de todo. Se trataba de comercios con solera, regentados por personajes tan singulares como inolvidables, que convertían cada compra en una experiencia para los sentidos.
El epicentro de este universo textil lo marcaba la Plaza de la Audiencia. Allí, Bernardo Carrascosa dirigía la pionera Manufacturas África, siendo la primera en comercializar los célebres impermeables Dugán. Compartía el espacio con Tejidos Montes, un referente de profesionalidad al mando de Francisco Montes Abolafia.
Al descender por la Calle Maestra, la oferta se diversificaba. Para el caballero, destacaban El Escudo y Casa Donato—esta última, especializada en mercería, estaba regentada por Nicolás Cañas—. Muy cerca, la prestigiosa Sombrerería Troyano, fundada alrededor de 1915 por Pancracio Troyano, era el establecimiento de referencia en complementos femeninos. Lo gestionaba una elegante mujer que lucía siempre, prendido en el pecho, un medallón con el retrato de su hijo vestido de militar, caído en el Frente Oriental con la División Azul; un detalle íntimo que contenía toda una historia.
En la misma calle también se encontraba una de las de mayor solera del Jaén de aquellos tiempos: Virgilio García, un comercio dedicado a la venta de tejidos de todas las clases y otros artículos complementarios. Contaba con una magnífica plantilla de dependientes, yo diría que de las mejores de entonces. La mayoría de sus clientes eran labradores, que efectuaban las compras y pagaban cuando cobraban sus cosechas. Mientras, la modesta pero revolucionaria Tejidos Soriano, apodada "El Metro", se distinguía por ser la primera de la capital en vender tela al metro, rompiendo así con la rígida tradición de hacerlo por piezas cerradas.
Tras pasar la calle Bernardo López, se encontraba la Mercería La Verdadera (que continúa abierta en la actualidad). Su propietario en aquella época era Angel Pastor, quien también era dueño de una fábrica de chocolate en la calle Millán de Priego, bajo la marca Chocolates Pastira. La historia de este establecimiento, a su vez, se entrelaza con la de Casa Almansa, cuyos hermanos, Eduardo y Juan, regentaban sus propios establecimientos textiles en la calle Ramón y Cajal y la calle González Doncel, respectivamente.
La Calle Cerón acogía el establecimiento Carmela, regentado por Carmela Méndez Delgado, un auténtico paraíso dedicado a la ropa infantil. En esa misma vía, Tejidos Los Andaluces—inaugurado en 1947— ofrecía una amplia gama de tejidos y gozaba de una fiel clientela provincial.
Cerrando este próspero ecosistema, la Mercería La Única, suministraba hilos, botones y cierres al resto de establecimientos y a las modistas de la ciudad. Era el eslabón esencial, el humilde pero indispensable taller que mantenía unido todo el arte del oficio textil.
En el número 8 de la calle Martínez Molina, Tejidos Los Niños —fundado en 1927 por Saturnino García Pérez, padre de los futuros responsables de El Corte Italiano en Jaén— era más que una tienda; era una institución. Su fama era tal que entre el gremio de comerciantes se ganó el apodo de "El Arca de Noé". El motivo era simple: si algo existía en el mundo de los tejidos, allí se podía encontrar. Circulaba incluso un dicho popular que resumía su hegemonía: "Si no estaba allí, no estaba en ningún sitio".
Muy cerca, en la calle Maestra, Tejidos El Carmen fundado por Lucas Espinosa, se consolidó como el santuario de la excelencia y la especialización. Pionero en peletería y una de las primeras tiendas en ofrecer mantillas, mantones de Manila y tejidos para la Semana Santa y la Feria, su reputación se forjó en el lujo y la tradición. La siguiente generación, encabezada por su hijo Francisco Espinosa García-Olalla, no solo modernizó y amplió el negocio —llegando a inaugurar una sucursal en la calle Bernabé Soriano dedicada al hogar— sino que proyectó su influencia más allá del local, llegando a presidir la Federación Patronal Giennense y la Cámara de Comercio.
Mientras, en la calle Rastro, se escribía una historia de perseverancia. Tejidos Texylana, especializada en tejidos de alta selección, nació de la determinación del jerezano Juan Luis de la Rosa Vida, quien llegó a Jaén en 1954. Junto a su socio Juan Rodríguez, emprendió la aventura de abrir una nueva tienda textil a la que bautizaron como Texylana. Contra todo pronóstico y en un mercado en constante cambio, tanto este establecimiento como Tejidos El Carmen han conseguido un hito excepcional: permanecen abiertos y en activo hasta el día de hoy, siendo vivos testigo de la evolución de la ciudad y su comercio.
El eco de las máquinas de coser y el filo de las tijeras profesionales se apagó en los talleres de antaño. Los grandes almacenes y la confección en serie borraron un modo de vida, pero no pudieron cortar el hilo invisible que nos une al Jaén de la posguerra.
Ese legado perdura en la solera de establecimientos como Texylana, un bastión en la calle Rastro; en la memoria de quienes atesoran un vestido de novia de Inés Catena o un traje de Juan del Arco; y en el recuerdo de un tiempo en el que la dignidad no se compraba, sino que se cosía a mano. Con la paciencia del artista y la tenacidad de quien sostiene a los suyos, ellos fueron los arquitectos anónimos de nuestra elegancia cotidiana y, sobre todo, los tejedores silenciosos de la resiliencia de una ciudad.
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