El 'asesinato' del Teatro Cervantes: especulación, poder e impunidad en el Jaén de los años 70
Prólogo de una tragedia anunciada: La demolición del Teatro Cervantes de Jaén (1972-1973) fue mucho más que el derribo de un edificio: fue el crimen perfecto contra la memoria colectiva. Un secuestro cultural perpetrado a plena luz del día, con la complicidad de las mismas instituciones llamadas a protegerlo. Aquel acto de pura especulación simboliza el punto de colisión entre dos Españas irreconciliables: la que atesoraba un legado cultural y sentimental, y la que, en nombre de un progreso ciego, sacrificaba su patrimonio histórico, impulsada por los intereses económicos del momento.
Donde durante seis décadas resonaron los versos de Lope, los boleros de Machín y las risas de Tony Leblanc, hoy se alza un coloso de mármol y capital. Esta es la crónica de cómo se consumó uno de los mayores atropellos urbanísticos de la historia de la ciudad; la historia de cómo Jaén perdió, entre escombros, una parte de su alma.
Acto I: el gigante con corazón de niño (1907-1967)
En 1906, sobre el solar que albergó la antigua Alhóndiga y el Cuartel del Regimiento Provincial, comenzó a erguirse un coloso cultural. Obra del arquitecto malagueño Manuel Rivera Vera, el Teatro Cervantes inauguró su escenario con pompa el 29 de septiembre de 1907. Con sus 1.419 metros cuadrados y un aforo para 1.350 almas —repartidas entre las distinguidas butacas, los palcos señoriales, el anfiteatro y el bullicioso "gallinero"—, Jaén no solo ganaba un teatro, sino su nuevo corazón urbano.
La función inaugural fue un homenaje a las letras españolas: "Sancho Ortiz de las Roelas", de Lope de Vega, seguida de "El viejo celoso", del propio Miguel de Cervantes. Pero el Cervantes pronto demostró ser más que un simple teatro; se convirtió en el termómetro cultural y social de la ciudad.
Bajo su bóveda, decorada con ángeles músicos y una lámpara suntuosa, desfilaron las mayores figuras del arte nacional. Por sus tablas pasaron la solemnidad de María Guerrero y Margarita Xirgú; la voz irrepetible del tenor Miguel Fleta; el genio del guitarrista Andrés Segovia; el humor de Gila y Tony Leblanc; y la canción popular de Juanito Valderrama y Rocío Jurado.
Sin embargo, su verdadera esencia trascendía con creces lo artístico: entre sus muros se escribió la biografía sentimental de Jaén. El Teatro Cervantes fue también la tribuna pública de la ciudad. En su patio de butacas y en el efervescente "paraíso" o "gallinero" —auténtico feudo de la golfería y la chiquillería giennense— acogió una asombrosa variedad de eventos: desde mitines políticos con oradores como José Calvo Sotelo y José Antonio Primo de Rivera hasta los Juegos Florales de Pemán; desde homenajes a la Virgen de la Capilla hasta conciertos sinfónicos que constituían un lujo inaudito; desde veladas literarias y los primeros experimentos teatrales de grupos locales hasta proyecciones cinematográficas pioneras.
"El Cervantes era algo muy de Jaén. La vida y la historia habían hecho que fuese algo muy particular para cada giennense", escribió con nostalgia Manuel López Pérez. Era, en palabras del cronista Pepe Vica,"un gigante con corazón de niño" : el lugar donde generaciones de giennenses vivieron sus primeras experiencias artísticas, sus citas furtivas y su educación sentimental.
Durante más de seis décadas, desde su apertura en 1907 hasta su cierre en 1967, el Teatro Cervantes fue, incuestionablemente, el epicentro cultural y el gran actor de la vida giennense.
Acto II: la farsa del "progreso" y la ejecución (1967-1973)
El ocaso del Teatro Cervantes llegó con los nuevos tiempos, pero no fue una muerte natural. El auge del cine y la transformación de los hábitos de ocio iniciaron su declive, una lenta agonía que la prensa de la época resumía con crudo realismo: "Hoy el teatro no es rentable. Abrir hoy un teatro no es romanticismo, sino locura". Finalmente, en 1967, incapaz de competir con la comodidad de las salas modernas, el Cervantes cerró sus puertas para siempre. Cayó así en un abandono estratégico, un limbo calculado que aceleraría su devaluación física y moral. "El silencio y la oscuridad realizaron, durante este tiempo, la última función", se lamentaba un columnista, como si el propio edificio ensayara su propia despedida.
El golpe de gracia, como casi siempre, fue económico. El 10 de julio de 1968, un frío edicto judicial sacaba a subasta el inmueble para saldar una deuda de cuatro millones de pesetas con el Banco Hipotecario. Ángel Fernández Alcalá Cuevas, el último empresario que había heredado el negocio de su padre, terminó desprendiéndose del legado por 14 millones. De aquella época solo conservó, como amargas reliquias, los libros de registro de las representaciones y la llave original de 1907: testigos mudos de un esplendor pasado. La suerte del Cervantes estaba echada.
La piqueta comenzó su obra de demolición en noviembre de 1972. La ciudad, sumida en una febril transformación urbana, asistió con una mezcla de pena y resignación al derrumbe. "Así se mueren también los buenos...", se leía en las crónicas, que clamaban contra la falta de un digno homenaje de despedida para un coloso de la cultura local.
Mientras tanto, parte de la prensa enmarcaba el derribo no como una pérdida, sino como un triunfo del «Jaén moderno». Este discurso actuó como cortina de humo para una realidad menos gloriosa: el sacrificio de un equipamiento cultural único en el altar de la especulación, reemplazado por un complejo bancario y viviendas de lujo. El lenguaje del "progreso" no era sino el eufemismo para la piqueta: la coartada perfecta para una ejecución urbanística.
Acto III: la promesa de un nuevo edificio y un 'Banco de recuerdos' (1973-1975)
El solar yacía como una herida abierta en el corazón de la ciudad: un vacío vastísimo que clamaba por una respuesta. ¿Qué surgiría de aquellas ruinas? La respuesta no se hizo esperar y llegó de la mano del Grupo RUMASA. En una extensa entrevista publicada a Juan Manuel Orti López, director general de Inmobiliarias Reunidas, S. A. e Inmobiliaria Soisur, S. A. —empresas promotoras del edificio— y don Miguel López Ferrer, director general del Banco de Jerez, desvelaron el ambicioso proyecto.
De sus planes nacería el "Edificio Cervantes": un coloso moderno de tres sótanos y siete plantas que albergaría la sucursal del Banco de Jerez, 39 viviendas de lujo, un restaurante, una cafetería y, en un guiño a la memoria, una sala de espectáculos con 480 localidades que perpetuaría el nombre del viejo teatro. "No sólo hemos conservado el nombre de nuestro ilustre escritor dándoselo al edificio", explicó Orti López, "sino que hemos proyectado en el mismo una moderna sala de espectáculos". Era un intento de rescatar el espíritu del lugar, de salvar las apariencias.
Sin embargo, esta transformación no fue fruto del azar, sino la culminación de una estrategia calculada. El cierre del teatro en 1967 fue solo el primer movimiento. Se le condenó a un abandono estratégico hasta devaluar su valor, allanando el camino para que en 1968 fuera subastado por 4 millones de pesetas. El objetivo nunca fue encontrar un gestor cultural, sino un comprador con las conexiones políticas adecuadas. Aquel "silencio y la oscuridad" que mencionaban los periódicos no eran signos de decadencia; eran los síntomas de un golpe especulador en marcha.
Acto IV: los culplables - La trinidad del nuevo poder urbano
La transformación del solar no fue un hecho fortuito, sino la consecuencia directa de la acción coordinada de tres pilares del poder en la España de la época.
1. Los Políticos Cómplices: La Traición Institucionalizada
El Ayuntamiento trascendió su papel de mero "facilitador" para convertirse en un cómplice necesario. El rechazo inicial al proyecto de RUMASA fue una pantomima —un teatro de oposición controlada— que allanó el camino para luego aprobar un edificio igualmente desproporcionado. Tras la excusa de la "prolongación de Bernabé Soriano" se escondía el verdadero objetivo: revalorizar el suelo en el corazón de la ciudad. El alcalde y sus concejales traicionaron su deber de proteger el patrimonio, convirtiéndose en los enterradores oficiales de la memoria jiennense.
2. Los Arquitectos del Poder: los Mercenarios del Espacio
Los arquitectos se convirtieron en los brazos técnicos del proyecto. Sus diseños no respondían a las necesidades ciudadanas, sino a la maximización del beneficio: 39 viviendas de lujo, oficinas bancarias y aparcamientos subterráneos. Todo menos cultura accesible. La nueva "sala Cervantes", con sus 480 localidades, supuso un insulto —menos de la mitad del aforo original—, una limosna cultural para acallar conciencias.
3. Rumasa: el cerebro del golpe inmobiliario
El grupo Rumasa, propiedad de la familia Ruiz-Mateos, operó como un depredador inmobiliario. Su estrecha vinculación con los círculos de poder no solo le garantizaba una financiación privilegiada, sino también una impunidad política absoluta. La entrevista a sus directivos es un monumento al cinismo: hablaban de "crear riqueza" mientras demolían un patrimonio que había generado riqueza cultural durante décadas.
Acto V: los beneficiarios del despojo. Los triunfadores:
· El Grupo Rumasa: Consolidó su influencia en un enclave urbano clave de la capital mediante la construcción de un edificio moderno. Esta intervención no fue solo arquitectónica, sino una estrategia de posicionamiento corporativo: una declaración material de su poder económico y una forma de inscripción de su marca en el espacio público.
· La Tecnoestructura: Para el Ayuntamiento y las élites locales, la nueva plaza y el edificio se erigieron en un trofeo exhibible del "Jaén que se renueva". La obra servía como prueba tangible del éxito de la política desarrollista de la época, apropiándose de la transformación urbana como un logro propio.
· La burguesía emergente: Los adquirentes de las 39 viviendas de lujo representaban a la clase media-alta ascendente, principal receptora de los beneficios del "milagro económico". Su acceso a esta promoción inmobiliaria no solo satisfacía una necesidad habitacional, sino que simbolizaba su consolidación como nuevo grupo social privilegiado y la materialización de su ascenso económico.
Acto VI: los perdedores: la ciudadanía jiennense
· La ciudadanía: Perdió su teatro asequible. Aquel "paraíso" popular donde, por unas pocas pesetas, se compraba un billete a la emoción, al sueño y a la cultura de calidad. Un espacio que democratizaba la belleza y la hacía accesible para todos.
· La memoria colectiva: Se desvaneció, de un plumazo, un testigo de piedra y butacas. Un cómplice silencioso de más de medio siglo de vida cultural, de susurros políticos y de risas compartidas de una Jaén que ya solo existe en el recuerdo.
· La dignidad urbana: La ciudad claudicó. Canjeó un fragmento irrepetible de su identidad por la promesa vacía de la modernidad: un edificio genérico, un fantasma de cristal y acero intercambiable con cualquier otro de la España del "desarrollismo".
Acto VII: ni olvido ni perdono
El derribo del Teatro Cervantes cinceló en la geografía de Jaén el triunfo definitivo de una España sobre otra. La del capital desarraigado y el desarrollismo feroz se impuso a la de la memoria colectiva y la identidad compartida.
Medio siglo después, es hora de llamar a las cosas por su nombre. Lo que sufrió el Teatro Cervantes no fue un derribo, fue un expolio. No fue progreso, fue barbarie. No fue renovación, fue mutilación urbana.
Los responsables no son una idea difusa; tienen nombres y apellidos: los políticos que lo permitieron, los técnicos que lo planearon y los ejecutivos de RUMASA que lo consumaron.
Hoy, el "Edificio Cervantes" se erige como un monumento a la codicia disfrazada de progreso. Es una advertencia urgente para el presente: defender el patrimonio no es un gesto nostálgico; es un acto de resistencia civil contra la barbarie especulativa que sigue mutilando nuestras ciudades.
El verdadero "banco de recuerdos" que Jaén merece es la recuperación de esta memoria herida. Para que nunca más un teatro tenga que morir para que un banco nazca. Porque su función última perdura, intacta: la de vivir, para siempre, en el recuerdo.
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