Los jiennenses de Mauthausen-Gusen: víctimas de un doble exilio

Jaén Retro

Presos españoles tras la liberación de Mauthausen. / Fotografía de Francesc Boix

Entre los miles de republicanos españoles deportados a los campos de concentración nazis, tras la derrota en la Guerra Civil, se encontraba un grupo de unos 231 hombres naturales de la provincia de Jaén. En su mayoría, eran hombres humildes: campesinos y obreros que, tras combatir por la República, padecieron un desgarrador exilio doble. Primero, el destierro tras los Pirineos, huyendo a Francia; después, la condena al horror del sistema de exterminio de Mauthausen-Gusen.

Este artículo busca rescatar sus nombres y sus rostros de las tinieblas del olvido para devolvérselos a la memoria de la tierra jiennense que los vio nacer; una tierra a la que la mayoría nunca pudo regresar.

Del olivar a los campos de arena: un exilio sin retorno

Tras la caída de Cataluña en febrero de 1939, se desencadenó el éxodo hacia Francia. Entre la multitud que cruzaba a pie los Pirineos, con sus pertenencias a la espalda y el miedo grabado en el rostro, avanzaban decenas de jiennenses. Eran campesinos de los olivares de Martos, obreros de Linares, jornaleros de Úbeda y Baeza, y jóvenes idealistas de la capital. Eran vidas forjadas bajo el sol implacable de Jaén, que ahora se quebraban en la incertidumbre de un camino hacia lo desconocido.

Sin embargo, su anhelada "tierra de libertad" les deparó una recepción brutal. Un gobierno francés desbordado los hacinó en campos de concentración erigidos en las playas de Argelès-sur-Mer, Saint-Cyprien y Barcarès. Eran simples recintos amurallados frente al mar, desnudos de barracones, saneamiento y comida. Fue aquí, en la arena fría de la costa, donde aquellos hombres acostumbrados a la tierra áspera de Andalucía libraron su primera batalla en el exilio: la lucha cotidiana por la supervivencia. Construyeron refugios precarios para escapar del frío, la humedad y la enfermedad.

El siguiente acto de su tragedia se consumó con la invasión nazi de Francia en 1940. Atrapados de nuevo, muchos de los que habían buscado refugio en las Compañías de Trabajadores o en la Legión Extranjera —en un último intento por seguir combatiendo al fascismo— cayeron prisioneros de la Wehrmacht. Así, cambiaron un campo de arena por otro de alambre de púas, enredándose aún más en la telaraña de una guerra que parecía no tener fin.

Prisioneros en la "escalera de la muerte" de Mauthausen (1942). Heinrich Himmler (1° izquierda) y el comandante Franz Ziereis (2° por la izquierda) durante su inspección de la cantera (1941).

Mauthausen: la cantera de la muerte

Entre 1939 y 1941, durante la imparable expansión nazi por Europa, las SS respondieron al creciente número de prisioneros con una red de nuevos campos de concentración. Estos centros fueron diseñados para enclaustrar a opositores políticos, miembros de la resistencia y grupos étnicos catalogados como "razas inferiores", como judíos y romaníes. A esta macabra red se sumaron los campos de Gusen (1939), Neuengamme (1940), Gross-Rosen (1940), Auschwitz (1940), Natzweiler (1940), Stutthof (1942) y Majdanek (febrero de 1943), entre otros.

De entre todos ellos, el complejo de Mauthausen-Gusen se convirtió en el destino de la mayoría de los republicanos españoles deportados, entre los que figuraban numerosos jiennenses. Catalogado como campo de categoría III —reservado para prisioneros "irrecuperables"—, el viaje hasta Austria se realizaba en vagones de ganado, sin agua ni comida, en trayectos que podían prolongarse durante días.

Al llegar, los deportados sufrían un proceso de deshumanización metódico y despiadado. Eran despojados de toda identidad: se les arrebataba la ropa, los documentos e incluso las fotografías de sus seres queridos. Tras ser rapados y desinfectados, se les asignaba un número que se convertía en su único nombre. Sobre el uniforme a rayas, llevaban cosido el triángulo azul de los apátridas, con una "S" blanca de Spanier que los identificaba como Rotspanier —"rojos españoles"—.

Para aquellos hombres acostumbrados al clima del sur de España, el gélido invierno austriaco se convirtió en un enemigo más. El frío penetrante, para el que sus cuerpos no estaban preparados, se cobró numerosas vidas a causa de neumonía e hipotermia. Sin embargo, el epicentro del tormento se encontraba en la cantera de granito Wiener Graben, infamemente conocida como "la escalera de la muerte".

Sus 186 peldaños irregulares se convirtieron en un infierno cotidiano. La imagen de hombres esqueléticos subiendo y bajando, encorvados bajo el peso de bloques de piedra de 50 kilos, mientras los golpes de los SS y los kapos llovían sobre ellos, era la materialización misma del exterminio. Allí se ejecutaba el lema nazi de Vernichtung durch Arbeit —"exterminio mediante el trabajo"— . La esperanza de vida media no superaba los seis meses, y miles de personas encontraron allí su fin.

La alimentación era otra herramienta de exterminio. Una dieta a base de un caldo aguado de berzas o nabos y un mísero trozo de pan negro mantenía a los prisioneros en un estado de inanición permanente, debilitando sus cuerpos y quebrando su voluntad. A diferencia de otros campos, en Mauthausen apenas se usaba gas. Su arma era más lenta y deliberada: las enfermedades, el trabajo forzado, las palizas y las ejecuciones arbitrarias se encargaban del resto. Los cadáveres demacrados se acumulaban en tal número que el crematorio funcionaba sin descanso, emanando un humo dulzón y nauseabundo que saturaba el aire. La chimenea, en un humear perpetuo, era un recordatorio constante del destino final que aguardaba a los prisioneros.

Como testimonio de aquella brutalidad, supervivientes como Manuel Azaustre relataron después la violencia sistemática de las SS: golpes, humillaciones y ejecuciones arbitrarias. En sus palabras: "Aquella chimenea era el recordatorio constante de que la única salida era la muerte".

Los diez de Jaén: nombres contra el olvido

Detrás de la frialdad de las estadísticas y las listas oficiales se esconden historias truncadas, sueños cancelados e innumerables tragedias personales. De los cerca de 10.000 españoles deportados a los campos de exterminio nazis, al menos 1.500 hombres y mujeres eran andaluces; casi 4.800 perdieron la vida víctimas del hambre, la enfermedad, la brutalidad o el fusilamiento.

Entre los 132 jiennenses que perecieron en Mauthausen y sus subcampos, diez tenían su hogar en la capital. Sus nombres, edades y fechas de muerte son mucho más que datos burocráticos: son el testimonio de vidas arrancadas en plena juventud y de futuros aniquilados por la maquinaria del horror.

Esta es su memoria, un intento de devolverles, al menos, la voz:

· Ricardo Alba Perea, 28 años. No murió de hambre ni de enfermedad. Fue asesinado el 25 de agosto de 1941 en el castillo de Hartheim, un centro de "eutanasia" diseñado para eliminar sistemáticamente, mediante gasificación e inyecciones letales, a prisioneros con discapacidades físicas y mentales.

· Segundo Lázaro Torres, 24 años. Falleció en Gusen el 18 de febrero de 1941.

· José Zafra Torres, 27 años. Falleció en Gusen el 29 de noviembre de 1941.

· Manuel Castillo Ortega, 36 años. Pereció en Gusen el 4 de septiembre de 1941.

· José Almagro de Ruz, 23 años. Falleció en Gusen el 7 de enero de 1942.

· Enrique Godino Giménez, 21 años. Murió en Gusen el 10 de enero de 1942.

· Rafael Pérez Pulgar, 31 años. Murió en Gusen el 13 de enero de 1942.

· José Sánchez Delgado, 24 años. Pereció en Gusen en plena Navidad, el 25 de diciembre de 1942.

· Juan de Dios de la Torre Sánchez, 25 años. Murió en Gusen el 21 de enero de 1943.

· Manuel Ordóñez Arias, 35 años. Falleció en Gusen el 20 de octubre de 1943.

Detrás de cada nombre late el recuerdo de una familia jiennense que aguardó, durante años, una noticia que nunca llegó. Un vacío que el régimen franquista selló con un muro de silencio y miedo.

Recordarlos hoy no es solo un acto de justicia histórica. Es devolverles, al menos, la dignidad de un nombre y la verdad de su historia.

Lista completa de los españoles fallecidos

Supervivientes españoles derriban el águila nazi de Mauthausen tras ser liberados. Su pancarta proclamaba: "Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras".

Los españoles que burlaron a los Nazis: robar la memoria para acusar a los verdugos

Frente a la maquinaria de deshumanización nazi, un grupo de republicanos españoles urdió una de las redes de resistencia más audaces desde el corazón del campo de exterminio Mauthausen. Su arma más poderosa no fue un fusil, sino un instrumento de memoria y verdad: la cámara fotográfica.

La pieza clave de esta operación era el fotógrafo catalán Francisco Boix. Gracias a su dominio del alemán, consiguió una posición crucial en el Erkennungsdienst, el laboratorio fotográfico de las SS. Allí, donde los verdugos convertían sus crímenes en trofeos macabros, Boix y sus compañeros —como Antonio García, Jesús Grau, Jacinto Cortés y José Alcubierre— concibieron un plan temerario. Comenzaron a sustraer sistemáticamente los negativos, escondiendo el horror en los rincones más insospechados del campo. Esas imágenes no solo documentaban la brutalidad cotidiana, sino que capturaron un testimonio irrefutable: la visita de altos jerarcas como Heinrich Himmler, sonrientes y cómplices ante el exterminio.

Así, las pruebas que los verdugos crearon como botín se transformaron en el instrumento de su condena. Con la ayuda de aliados en el exterior, como la civil antifascista Anna Pointner, cientos de negativos cruzaron las alambradas, llevando la verdad al mundo.

Tras la liberación, aquel archivo clandestino emergió de las sombras. El testimonio valiente de Francisco Boix, respaldado por las fotografías que había arrebatado a sus captores, resonó en los Juicios de Núremberg. Fueron los "rojos españoles", aquellos a quienes el régimen de Franco había despojado de todo, incluso de su patria, quienes, desde el infierno, entregaron al mundo la prueba gráfica que señalaba a los culpables. Robaron la memoria para acusar a los verdugos, y en el proceso, se la devolvieron a la historia.

El precio agridulce de la libertad: los jienenses de Mauthausen

El 5 de mayo de 1945, las tropas estadounidenses irrumpieron en el campo de Mauthausen. Sin embargo, la ansiada libertad llegó impregnada de una amargura profunda. Para la mayoría de los supervivientes españoles, la liberación no significaba el regreso a un hogar, sino el inicio de un nuevo exilio. La España de Franco los repudiaba como "rojos indeseables", convirtiendo su salvación en una condena perpetua al destierro. Tuvieron que reconstruir sus vidas desde cero en Francia, cargando para siempre con el peso de un trauma indeleble.

Durante décadas, el régimen franquista los condenó al ostracismo y al olvido más absoluto, silenciando sistemáticamente su historia dentro de España. Mientras, en Jaén, sus familias guardaban un duelo íntimo y silencioso, sin recibir nunca una explicación, una tumba a la que llevar flores o un reconocimiento que dignificara su memoria. No fue hasta la llegada de la democracia, y gracias al incansable esfuerzo de asociaciones memorialistas, investigadores y familiares, cuando estos nombres comenzaron a emerger de las tinieblas.

Actualmente, la Asociación Triángulo Azul Stolpersteine de Andalucía y la provincia de Jaén les restituyen, con homenajes y actos de recuerdo, el reconocimiento que tanto se les negó. La historia de los jienenses de Mauthausen trasciende lo local para erigirse en un espejo universal de las consecuencias del fascismo, la intolerancia y la traición de un Estado hacia sus propios ciudadanos.

Recordarlos no es solo un acto de justicia histórica, sino un antídoto urgente contra la indiferencia. Su legado nos interpela desde el pasado, recordándonos que la dignidad humana puede ser vejada, pero nunca aniquilada por completo. La memoria, así, se convierte en nuestro acto de resistencia más poderoso.

Recordarles es un deber moral y una advertencia perpetua: el silencio y el olvido son el terreno fértil donde la intolerancia y la barbarie pueden germinar de nuevo.

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