La última sombrerería de Jaén: un legado de tradición y memoria
Jaén Retro
En una época en la que el sombrero era un accesorio indispensable, los sombrereros gozaban de gran prestigio. En la sociedad de antaño, salir a la calle con la cabeza descubierta estaba mal visto, y cada clase social lucía su propio estilo. Las damas elegantes llevaban sombreros vistosos, mientras que las mujeres humildes optaban por pañuelos. Los hombres de alta posición lucían sombreros de copa; los empleados, el flexible; los jóvenes, el canotier; y los trabajadores del pueblo llano o rural usaban gorras o sombreros de ala ancha para protegerse del sol en el campo.
En el Jaén antiguo, el gremio de sombrereros destacó como uno de los más relevantes, gozando de gran prestigio y reconocimiento. Su importancia quedó refrendada el 29 de noviembre de 1501, cuando los Reyes Católicos le concedieron una carta de regulación en Écija, documento que legitimaba y organizaba su actividad.
La influencia del gremio era tal que el Ayuntamiento de Jaén designaba a dos veedores o alcaldes específicamente encargados de supervisar su correcto funcionamiento, asegurando así la calidad de los sombreros y el cumplimiento de las ordenanzas.
Además de su labor artesanal, el gremio tenía un destacado papel en la vida pública. Durante fiestas y solemnidades, sus miembros desfilaban en procesión portando con orgullo su estandarte gremial, símbolo de su identidad y relevancia en la sociedad jiennense de la época.
En Jaén florecieron varios establecimientos dedicados a la sombrerería, cada uno con su propio carácter y especialidad. Entre los más destacados se encontraban:
- La tienda de Josefa Cañas, que con el tiempo evolucionó hacia la fabricación de bolsos.
- La casa Pancracio Troyano, donde, además de sombreros de señora, se vendían máquinas de coser Wertheim y camas metálicas.
- La camisería y sombrerería de Rafael Jaén Ruiz, situada en la calle Bernabé Soriano, 1.
- La sombrerería Fernando, en el número 15 de la calle Cerón, que se enorgullecía de ofrecer el surtido más amplio de sombreros y gorras de la ciudad.
Estos comercios competían por importar las últimas tendencias de París y Londres, manteniendo a Jaén a la vanguardia de la moda. Sin embargo, con el paso del tiempo, solo una resistió como la última sombrerería histórica de la ciudad: la sombrerería Cámara.
Fundada en el siglo pasado por Luis Hipólito Garrido, su presencia quedó inmortalizada en antiguos anuncios de prensa que rezaban:
“Sombrerería de Hipólito. Sombreros y gorras de todas clases. Tejas y hongos. Plaza de Santa María, 7.”
Este legado comercial no solo refleja la importancia de la sombrerería en la vida social jiennense, sino también la evolución de un oficio que supo adaptarse a los cambios sin perder su esencia tradicional.
Un oficio que marcaba el tiempo
Tras Hipólito, el negocio pasó a manos de Jacinto Cámara, quien no solo se convirtió en el mejor sombrerero del Santo Reino, sino en toda una institución jiennense. Durante 83 años de dedicación absoluta, Cámara elevó el oficio a la categoría de arte. Su historia era la de un aprendiz que, desde los nueve años, llegó a dominar con maestría el noble arte de la sombrerería, especializándose incluso en piezas eclesiásticas: aquellas de teja que lucían los curas de antaño, el tremebundo tricornio, la humilde gorra del sereno o del basurero, y hasta la gorra militar de los cadetes.
La sombrerería era como un calendario viviente. Su taller marcaba el ritmo de la ciudad a través de los sombreros:
- Los capirotes de cartón para los nazarenos anunciaban la inminente Semana Santa.
- El vaivén de sombreros de ala ancha preludiaba la Feria.
- Las gorras de lana presagiaban el frío invernal, mientras que el canotier de paja (de copa recta y aire elegante) confirmaba la llegada del verano.
Así, entre tijeras, moldes y almidón, Jacinto Cámara no solo vistió cabezas, sino que tejió la memoria colectiva de Jaén, convirtiendo su modesto local en un testigo excepcional de su tiempo.
Testigo de la historia de Jaén
Por su privilegiada ubicación junto a la Catedral, la sombrerería se convirtió en algo más que un comercio: era un punto de encuentro donde la Jaén tradicional cobraba vida. Entre estanterías repletas de sombreros, canónigos, comerciantes y amigos se reunían para tertulias animadas, o simplemente para acompañar a Jacinto en sus últimos años. Ya casi ciego, pero siempre afable, el maestro recibía a sus visitas sentado en su mecedora, convirtiendo el local en un rincón de memoria viva.
Tal era su fama que incluso el reconocido periodista Tico Medina, durante su visita a Jaén en 1958 para un reportaje sobre la ciudad, no pudo resistirse a retratarlo. Lo incluyó en su crónica como “una de las cosas más simpáticas de Jaén”, acompañando el texto con estas palabras:
“El sombrerero don Jacinto Cámara tiene ochenta años y ha cubierto la cabeza a tres generaciones. Forma parte de la historia misma de Jaén.”
Este testimonio no solo reflejaba la maestría de un oficio, sino también la huella imborrable de un hombre que, entre moldes y conversaciones, se había convertido en símbolo de una época. La sombrerería ya no era solo un negocio: era el último salón donde el Jaén antiguo aún respiraba, donde las historias se compartían bajo el cobijo de sombreros que, como Jacinto, habían visto pasar la vida.
El ocaso de un legado
Con la muerte de Jacinto, el testigo pasó a su hijo Manuel Cámara (1918-2010), quien no solo heredó el negocio, sino que mantuvo un oficio ya en extinción. Bajo su dirección, Casa Cámara se convirtió en el último bastión de la sombrerería tradicional en Jaén: el lugar al que, simplemente, no había más remedio que acudir si se buscaba un sombrero.
Cronista informal de la ciudad, Manuel era un archivo viviente de anécdotas: los carnavales perdidos en el tiempo, los paseos galantes por la calle Maestra, donde los jóvenes buscaban novia, y las travesuras infantiles en las lonjas; hoy solo recuerdos en la memoria colectiva.
Criado entre moldes, copas de fieltro y las historias de su padre, Manuel mantuvo viva la llama hasta los años 90, cuando la jubilación le obligó a bajar la persiana. Con su marcha, Jaén perdió el último taller donde un sombrero roto renacía bajo manos expertas, el refugio de nazarenos desesperados por un capirote de urgencia, las tertulias donde se mezclaban toros, fútbol y melenchones, sazonadas con risas y nostalgias de juventud.
Así expiró la última sombrerería, sin estruendo ni lamentos, dejando a Jaén huérfana de sombreros y viseras. El cierre de Cámara no solo dejó un local vacío, sino también el silencio de un ritual perdido: ese de probarse un sombrero ante el espejo, ajustar el ala y salir a la calle con estilo y propósito, quedando los sombreros relegados en armarios olvidados, convertidos en testigos mudos de una época que se fue, mientras la ciudad, ajena, sigue su rutina sin notar que perdió un pedazo de su elegancia.
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