Hay profesiones que parecen estar quedando en desuso, ocultas en el silencio que las hace discretas y esenciales. Entre todos esos oficios se encuentra el de carpintero, el del artesano de la madera. Arte-sano, empeño que requiere de una actitud paciente, delicada y atenta para que el resultado responda a lo que se espera. Detrás de este empleo hay personas concretas que lo aprendieron y siguen trasmitiéndolo, generando una dinámica loable entre la donación y la acogida.

Existen tras este oficio rostros concretos de personas pero hoy, como se lleva rememorando especialmente desde el siglo XVII, nos acordamos especialmente de San José. José ha pasado a la historia como el padre adoptivo (pater putativus: considerado padre; de aquí viene el nombre de P.P.). Transitó su vida en el más absoluto silencio y discreción. Fue un artesano, que posiblemente sabría muchos más oficios además del de carpintero, padre, esposo y educador, funciones esenciales dentro de cualquier familia. Se le ha considerado más que patrono de la Iglesia institucional (como han querido muchos papas), patrono de la “iglesia doméstica” y es que en José descubrimos una imagen arquetípica, pues representa a muchas personas que viven su vida en el más absoluto anonimato, sepultados en la oscura cotidianidad esencial, ganándose la vida con mucho trabajo para poder sostener a sus familias.

La figura de San José nos recuerda la necesidad de recuperar, y redescubrir, grandes valores necesarios para el conjunto de la comunidad de vida. La honradez, la solidaridad, el compromiso, el esfuerzo y el cuidado son algunos de los valores que se le atribuyeron y hoy, para nosotros, son más que necesarios. Valores que hacen saltar la lógica del mercado en la que nos hallamos inmersos y donde todo debe responder a la inmediatez, la comodidad, la despreocupación, la competitividad y, en último término, al egoísmo.

Norberto Bobbio, filósofo italiano de la política y la democracia moderna, nos dejó una sabia lección: el valor de una sociedad no se mide por su perfecto ordenamiento jurídico, sino por las virtudes que los ciudadanos viven y manifiestan. La buena gente no se puede mensurar por su rentabilidad sino por el desempeño de las virtudes más sencillas y cotidianas pues son justamente éstas las que honran a los pueblos y las que sostienen un país. A José se le adornó con estas y otras virtudes, por ello se dijo de él en el texto bíblico que fue «un hombre justo». Él nos sirve hoy de espejo para que podamos descubrir en qué medida estamos cultivando en nuestra vida las virtudes sencillas que más nos humanizan.

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