Vivimos en la fantasía de creer que todo podemos tenerlo bajo control, que pueden no existir aspectos de nuestra vida para los que no seamos como dioses. Pero lo cierto es que tal ensoñación se va difuminando cada vez que el principio de realidad irrumpe ante nosotros; siempre que la lucidez nos permite darnos cuenta de que, como dijo el psicólogo Fritz Perls, «vivimos en una casa de espejos y pensamos que estamos mirando por las ventanas.»  

Es verdad que lo tecnológico alienta fácilmente esta creencia al ofrecernos una multitud de aplicaciones y programas que pretenden facilitar la vida en lo cotidiano, pero también genera una esclavitud soterrada que nos cosifica ahogando cada vez más a la improvisación. Y es que no se trata de la improvisación en sí misma, sino de la libertad que ésta brinda, esa frescura de la vida que nos permite el asombro y deja espacio a la sorpresa. 

Vamos como cuando activamos el GPS de nuestro vehículo, siguiendo la ruta que él nos propone, mirando la pantalla para “no perdernos” mientras sí perdemos los destellos de la vida que se van sucediendo a cada momento. Dejamos que la ruta nos lleve obedeciéndola y así, sin darnos cuenta, perdemos nuestra espontaneidad, la posibilidad de escuchar nuestras intuiciones. Obviamos la oportunidad que supone poder elegir, que es, sin duda alguna, lo más característico de una acción verdadera. Afirma el filósofo humanista Charles Pépin que «la vida verdadera reposa precisamente a lo que escapa a la anticipación» pues, lo vivo no puede ser contenido en ningún plan, no se deja atrapar, tan sólo podemos situarnos en su dinámica y dejarnos sorprender en su fluir. 

Lo posible se torna hoy en un vergel por explorar. Frente a la tentación de querer encajonar la vida o ante las murallas que levantamos para acotarla bajo unos parámetros personales siempre podremos elegir esa otra dinámica asombrosa de lo irreductible, la frescura asombrosa de lo irrepetible, de todo lo que emerge en cada momento, este preciso instante en el que lo que pienso y lo que vivo pretenden darse la mano amablemente. 

La oportunidad tiene que ver con lo que nos permitimos, el reconocimiento del valor que tiene lo distinto de mí, lo otro que puede ser riqueza o pobreza según me sitúe. Caer en la trampa de elegir sólo aquello que nos conviene, limita nuestra vida hasta ahogarnos en nuestra propia arrogancia. 

Ante lo que hay, ante lo que se nos brinda, sólo podemos elegir. Podemos encerramos en nuestros esquemas mentales o abrir la mente de par en par ante el don que supone toda oportunidad que es siempre invitación a acoger lo inesperado. 

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