En la sociedad de la imagen, el selfie y la belleza adulterada se hace cada vez más urgente recuperar el valor singular que posee cada uno, cada rostro. Este no es mera cara (objeto) sino que posee unos rasgos identitarios únicos e intransferibles (sujeto).

La cara bonita, el posado alegre, los filtros, lo que se espera y responde al canon establecido está desvirtuando enormemente la identidad de muchas personas hasta el punto de querer ser aquello que no son con tal de ser reconocidos, valorados y poseer el like correspondiente. Ese “me gusta” al que hemos delegado nuestro bienestar, nuestro valor y, en última instancia, hasta la autoestima. Hay una perversión encubierta tras la industria de la imagen que nos trata como meros objetos y datos de un mercado ruin tristemente al alza.

Resulta curioso que la pantalla negra del móvil nos devuelva nuestra propia imagen y que, en muchas ocasiones, podamos vernos usando la cámara invertida como un espejo que tenemos a mano. Aparecer, aparentar y atraer son tres verbos que se conjugan con nuestra vida con demasiado éxito. La cara perfecta y feliz esconde muchas veces las heridas que guardan las flexuras de nuestro rostro; esas mismas que intentamos estirar en un alarde por perpetuar una juventud exterior que tan sólo puede quedar, en el mejor de los casos, como un hermoso recuerdo de nuestro pasado que, eso sí, podemos celebrar y agradecer mientras la rememoramos.

Más allá de la cara, se hayan los rostros, vidas anónimas que merecen ser reconocidas y consideradas no por estar dentro de los cánones, la moda y las tendencias, sino porque fueron vividas. Su valor se esconde tras los pliegues hermosos que el tiempo ha dibujado en la piel. La experiencia se cifra en esas huellas que hoy parecen afear la identidad cuando, en realidad, responden al pasado que sigue latiendo vivo en el presente. Pero reconocer esto solo es posible desde una lucidez audaz ajena a toda manipulación, desde esa sensatez que, como dijera Sófocles, es justamente la primera condición de la felicidad.

Convendría que nos miráramos más a los ojos, deteniéndonos en tantas estelas epidérmicas como la vida nos ha regalado, tal vez, en esta contemplación sencilla, podríamos ser capaces de reconocer el valor inestimable que muchas veces obviamos cuando les faltamos el respeto a los que más experiencia de la vida atesoran: nuestros mayores.

Jose Chamorro

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