Cuarto de muestras
Carmen Oteo
Otra vez
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Las alertas de Google se multiplicaron en mi correo, hace unos días, por la publicación de decenas de noticias sobre el asesinato de un chico que se llamaba como yo. Tenía 22 años recién cumplidos, vivía en República Dominicana y se ganaba la vida limpiando coches y transportando pasajeros en una motocicleta.
Según varios medios del país, Wander Jesús Vicioso recibió una estocada en el pecho por parte de un conocido del barrio. La víctima le había pedido al homicida que no cometiera ‘fechorías’ (palabra que repiten los testimonios) en las inmediaciones de la casa de sus padres. En algunos periódicos caribeños aseguran que el asesino era amigo del joven al que le causó la muerte, y que huyó tras ejecutarlo; más tarde, se entregó a la policía en presencia de su madre.
Una reportera entrevistó en directo al autor confeso del crimen, a los agentes responsables de la investigación y a la propia madre del reo en el momento en el que le ponen las esposas. En otro enlace, muestran cómo el padre de Wander Jesús se abraza al cadáver de su hijo finado. Días después, se celebró “un emotivo y doloroso sepelio”. Hubo “música, piruetas y cerveza”, según un medio que publicó en Instagram un vídeo del entierro.
Como no somos tantos Jesús Vicioso en el mundo, el tema no se me va de la cabeza. El chico que tenía mi mismo nombre fue asesinado delante de su hogar, en la calle San Leonardo de Santo Domingo Oeste, en torno a las nueve de la noche. Lo imagino cansado tras un largo día de arduo trabajo, con ganas de parar y descansar, sin saber que iba a ser su último día, involuntariamente. Busco la calle en el Google Maps, pero no sale el muñeco amarillo del Street View para poder recorrerla, para encontrarme con su casa. Sólo localizo el lugar en el vídeo de un informativo que narra el suceso mientras familiares y vecinos se lamentan y piden justicia.
Llevo varias noches viviendo en esta noticia y pensando en el otro Jesús Vicioso, el del otro lado del mundo, enterrado a 6.686 kilómetros de mi pueblo, Mengíbar. Me pregunto por sus gustos, sus aficiones y su familia, por si teníamos cosas en común, por si tenía pareja o por cosas que le importasen de la vida. Me habría gustado haber conectado con él antes de todo esto. ¿Qué me hubiera dicho él, qué le hubiera dicho yo, en un utópico encuentro?
Siento dolor por su tragedia por encima de la mera empatía y más allá de que nuestra única vinculación era coincidir, por casualidad, en el nombre. No sé explicar bien el vacío que tengo por dentro. Por si acaso, no se lo cuento a la gente que me quiere, a pesar de que, estas últimas noches, cuando no puedo dormir, me descubro inconscientemente buscando, leyendo y releyendo noticias sobre el asesinato. “Buscar no es un verbo sino un vértigo. No quiere decir ir al encuentro de alguien, sino yacer porque alguien no viene”, escribe Alejandra Pizarnik.
Tengo sed y sensación de injusticia, pese a la lejanía. Obviamente, se me había olvidado, una vez más, que la vida es injusta (es hora de tatuármelo en la piel, a fuego, me repito). Y de que hay gente mala por todos lados, a todas horas, en todos los lugares. Pero yo aún no estoy muerto y si salgo a la calle no tengo sensación de que alguien me vaya a robar, y mucho menos la vida. En todo caso, me puedo topar fácilmente con gente cuya función en la vida es quitar la alegría a los demás, pero yo casi siempre la recupero escuchando canciones, haciendo fotos y leyendo poesía. Por ahora, casi siempre funciona; tengo esa suerte. Al contrario que Wander Jesús Vicioso, que ya no está en este mundo, ni siquiera en el mundo paralelo que compartíamos sin saberlo.
A veces, el mundo es una mierda, y por eso no dejo de ver una y otra vez su mirada viva, pero detenida, en alguna de las fotos suyas que han publicado en periódicos y redes. Me han asesinado en un mundo paralelo, pero yo sigo vivo, y lo echo de menos, aunque no lo hubiera conocido. Y sé que ni en su mundo ni en el mío hay o habrá justicia suficiente contra los que arrebatan vidas y sueños. Porque hay algo, como dice Wislawa Szymborska, que no ocurre como debería: “Aquí había alguien que estaba y estaba, que de repente se fue e insistentemente no está”.
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