Del Gran Eje a la Alameda
José Luis Marín Weil
Jamones robados
Si la edad de la Tierra se estima en unos 4.600 millones de años, el fin del mundo, si no ayudamos a que se anticipe, en miles de millones de años y nuestra esperanza de vida es de 83 años (y conste que encuentro irritante lo de la esperanza de vida porque al mal rato de la muerte se añade una cierta sensación de fracaso si no se alcanza, como si la vida fuera una carrera o un salto de altura que frustra a quienes no alcanzan o superan las marcas establecidas por otros deportistas).
Si estas tres cosas son ciertas y a cada unos de nosotros nos es dado lo que no es más que un breve soplo en comparación con esos impensables de miles de millones de años que nos preceden y nos sucederán, convendrán conmigo en que este instante de conciencia individual entre dos inmensidades debería ser bien aprovechado. Y que aquel señor llamado Pascal que nació tres años después de que se esculpiera el Gran Poder –por citar dos referentes de mi vida religiosa– tenía razón al escribir: “Cuando considero la pequeña duración de mi vida, absorbida en la eternidad que le precede y que le sigue, el pequeño espacio que lleno y aun el que veo, abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y me ignoran, me espanto y me asombro de verme aquí y no ahí, ahora y no entonces. ¿Quién me ha puesto? ¿Por orden y conducta de quién este lugar y este tiempo han sido destinados para mí?”.
Dicho sea sin pesimismo nihilista. Muy al contrario. Invitando a exprimir serenamente, hasta sacarle todo su jugo, el don o el milagro –divino o biológico, elija usted– de ser el único espécimen conocido capaz de conciencia y consciencia, de pensamiento y creación, de perfeccionamiento intelectual y moral. De como exprima cada cual este milagro único, este don, depende toda su vida. Yo opto por intentar unir el mandamiento único del Levítico, “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, refrendado por el judío Jesús, y el Sapere aude! (“¡atrévete a saber!” o “¡ten el valor de usar tu propio entendimiento!”) de Horacio refrendado por Kant.
Deberían estas vacaciones recordarnos que la vida se pasa tan rápidamente como ellas, que no bien se han hecho las maletas ya se están deshaciendo. Disfrutemos –y suframos, pero con compasión y ternura– estas breves vacaciones a las que llamamos vida.
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