Vericuetos
Raúl Cueto
El caso
Estimadas lectoras, pues son más que lectores:
Les escribo esta carta desde Salamanca, templo de estudiantes y eternos aprendices. Este verano he emprendido un viaje iniciático por Castilla, recalando en Ávila, Zamora y la citada ciudad del Tormes… Lo primero que uno percibe en rutas así de monumentales y poéticas es que nuestro país es un inmenso terreno de labranza salpicado por puntuales núcleos amurallados donde aflora el humanismo como fenómeno social. Allí, al amparo de los paramentos defensivos, fluyen conversaciones, miradas y demás comodidades del alma, que son las que luego se transforman en novelas, historias, relatos y arrebatos, con la firme intención de servir de entretenimiento a esos mismos seres que, en un bucle infinito, siguen generando conversaciones, miradas y demás comodidades del alma que inspiren nuevas obras…
Esta misma misiva no es sino el reflejo de un deseo inconsciente de dejar por escrito la sensación de pertenecer a un mundo inventado y, a la vez, tan real como el café que estoy saboreando mientras pulso las letras en forma de teclas. Un café que quizá ustedes también estén saboreando mientras me leen... Vivimos, pues, vidas de ficción. Somos personajes en la niebla, que diría don Miguel. ¡Don, don! Ese don, que suena a derrota y panegírico. Como les digo, somos fruto de nuestra propia mente; mientras somos, imaginamos cómo podríamos haber sido o cómo seremos. Nos preocupa el desenlace, acabar bien la trama y, sobre todo, que a nuestro personaje le sucedan cosas. Buenas, malas, regulares… pero no aburridas, por favor. Eso nunca.
¡Nunca! Por eso, en este viaje por los eriales castellanos y los interminables horizontes de la meseta, he comprobado que sus ciudades no son sino refugios amurallados, pero no para que no entre el invasor, sino el sopor de lo baldío que las rodea. Y reflexionando sobre ello he caído en la cuenta de que cada uno de nosotros no somos sino eso: un refugio amurallado, una Ávila inexpugnable, una Zamora bien cercada, una Salamanca dorada cuyas piedras refulgen bajo el sol… No somos sino eso: humanismo de piedra en un desierto de arena. De ahí que todo viaje iniciático sea, al final, un viaje interior, pues consiste en experimentar, desechar, absorber, echar en falta y, al fin, regresar con las alforjas vacías y la mente llena de experiencias, siendo conscientes de nuestro papel protagonista en la vida que nos ha tocado y del rol secundario que desempeñamos en las existencias de quienes nos rodean.
De nada sirve viajar si no es con este afán de crecimiento y conocimiento. De nada sirve descansar si no es sobre todo de uno mismo para regresar renovado a la costumbre. De nada sirve nada, si nada y todo son lo mismo. Piensen ahora ustedes si los viajes que han emprendido este verano les han servido para trascender o si, por el contrario, aunque su cuerpo haya viajado, su mente no se ha movido ni un ápice. En ese caso, están ustedes perdidas y, lo que es peor, cansadas. Porque quien está perdido puede reencontrarse o ser hallado por alguien; pero quien está cansado, jamás descansa por mucho que lo haga y del descanso mismo se cansa. Perderse es circunstancial; cansarse, una actitud vital. Reflexionen sobre ello...
Sin nada más y nada menos que decirles, se despide este humilde viajero que, cuando ustedes estén leyendo este no-artículo, que ya no sé ni de qué trata, quizá de ustedes, ya estará en Jaén aunque no siendo exactamente el mismo. O eso espero...
Atentamente, Raúl Cueto
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