El día en el que no compré nada

Una batidora comprada en un comercio local envuelta en papel y cuerda, como antaño.
Una batidora comprada en un comercio local envuelta en papel y cuerda, como antaño.

05 de diciembre 2025 - 08:00

Este año, cuando terminó el ‘black friday’, me descubrí con una sensación extraña, casi incómoda. No había comprado nada. Ni un cable, ni una camiseta, ni un cacharro para la cocina, ni una tele plana de doscientas pulgadas. Nada. Y, sin embargo, parecía que a mi alrededor el mundo entero había pasado no ya solo este día, sino toda la semana, corriendo de oferta en oferta, como si hubiésemos asumido colectivamente que ese viernes negro es una obligación civil, un rito nuevo que sustituye a los antiguos: si no compras, algo estás haciendo mal.

Quizá sea ese totum revolutum mercantilista en el que vivimos, que no es sólo capitalismo —es algo más viscoso, más pegajoso— lo que nos empuja a actuar de forma compulsiva. Compramos sin pensar, casi sin querer, como si en cada artículo rebajado entregáramos una parte de nosotros mismos. Regalamos atención, regalamos tiempo, regalamos lo que no vuelve. Y lo hacemos, además, obedeciendo a los mismos que más se benefician de ese ruido: los que nos han convencido de que nuestra vida cabe en un carrito de compra.

Para mí, sin embargo, el ‘black friday’ fue un día normal. Me limité a apuntar en una libreta algunos títulos de libros que me apetecía leer, para, más adelante, decidir con calma si los encargo en alguna de mis librerías de confianza. Esos negocios pequeños, familiares, valientes —como, por ejemplo, la librería Orwell de Jaén (¡tienen que ir a conocerla!), o la marteña Aguilera— en los que me llaman por mi nombre y hasta se saben mis editoriales favoritas. Librerías donde el tiempo no se acelera, ni se estira, ni se exprime: simplemente pasa, y se comparte.

Mientras tanto, aquí, en Jaén, me contaban que las colas para entrar al Jaén Plaza son ya una nueva tradición navideña capitalina. Y confieso que no lo entiendo. No entiendo que nos hayamos acostumbrado a que el consumo sea un acontecimiento festivo, un paisaje urbano inevitable, un plan de viernes o sábado por la tarde. No entiendo que aceptemos como normal que los centros comerciales se multipliquen mientras los centros de nuestras ciudades se vacían de tiendas que han estado ahí toda la vida.

Ayer, sin ir más lejos, un día normal sin rebajas mediáticas, mi chica llegó a casa con una batidora nueva porque la que teníamos no se podía arreglar. La compró en una ferretería de Martos, La Llave, una de esas que todavía huelen a tradición, donde el papel de estraza y la cuerda siguen siendo un modo legítimo —y hermoso— de envolver con cariño las cosas. La miré desenvolviendo el paquete y pensé en mi padre. Y en mi abuelo. En cómo ambos hacían exactamente la misma envoltura para sus clientes de toda la vida en nuestra electro-ferretería de Mengíbar, que bajó la persiana hace nada tras más de 80 años de historia.

Quizá sea eso lo que más me duele: que lo que antes era cotidiano hoy se mire como si fuera un vestigio, una excentricidad. Que hayamos dejado marchitarse los negocios que sostenían nuestros barrios mientras levantamos templos al consumo con franquicias que reparten simples migajas de riqueza y se llevan los beneficios lejos, hacia bolsillos que jamás conocerán nuestras calles.

El día en el que no compré nada me di cuenta de que no me faltaba ninguna oferta compulsiva. Quizá, más bien, nos falten más compras cercanas, liadas en papel de estraza con cuerda de pita de tiendas de siempre, de tiendas de nuestra vida.

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