Vericuetos
Raúl Cueto
El pataleo
Nos decía el otro día un escritor admirado, en otro tiempo muy devoto de los cigarrillos, que dejar el tabaco había sido una de las decisiones más difíciles que había tomado en su vida, evocando la imagen de quien se despide de una mala compañía que le ha hecho feliz, de la que se aleja sin rencores e incluso con gratitud. Sólo los que hemos sido fumadores vocacionales –no viciosos remordidos, sino entregados amantes– podemos entender lo que implica tomar distancia de un hábito que nos ha acompañado desde casi siempre, en la salud y en la enfermedad. Otro amigo, también ex fumador y poeta, se ofreció a prestarnos uno de esos libros, best sellers de horribles cubiertas a cuyos autores imaginamos fumando habanos a escondidas, que ofrecen consejos para que los voluntarios esclavos de la nicotina se armen de razones a la hora de romper amarras. Con todo respeto hacia las personas a las que esos consejos les han servido de ayuda, nos atreveríamos a sugerir otros que se resumen en uno: simplemente lo haces y esperas a que el cuerpo vuelva a encajarse, con determinación y disciplina. De él derivan los demás, distintos de los que suelen leerse: no contar los días que llevas sin fumar, no cambiar los hábitos asociados, no dejar de ver a los amigos que siguen fumando. No ser autoindulgente, no darse vítores, no ejercer el apostolado de los conversos. No abonarse al partido de la prohibición, no renunciar a las bebidas alcohólicas, no dejar de tomar café o té o las tres cosas. Los propagandistas tratan de convertirnos en abnegados militantes del ejército de salvación, pero a los pobres pecadores sólo nos guía el deseo de no bajar a la fosa antes de tiempo. Sobre todo, no hay que pensar en lo que ahorrarás –o hacerlo como avergonzado, sabiendo con Natalia Ginzburg que el futuro no se compra: se merece– sino en lo que podrás seguir gastando con alegría. Empezaba a amanecer cuando salimos a dar el primer paseo libre de humos, sin rumbo prefijado, como ya es costumbre, y enfilando esta vez por la zona que reúne algunas de las iglesias más hermosas de la ciudad, alzadas sobre calles o plazas medio vacías y tanto más a esas deshoras. No sabríamos explicarlo con palabras, pero al doblar la esquina de uno de los templos, las dos monumentales espadañas que hemos visto otras veces, sobresaliendo con impresionante delicadeza entre los tejados del caserío, brillaron como nunca en la luz todavía dudosa. En ese justo momento comprendimos que ya éramos, bendito sea Dios, un poco más libres.
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