El Poliedro
Tacho Rufino
¡No hija, no!
Postrimerías
Sumada al placer que procuran sus libros, celebramos en el conmemorado Joseph Conrad, no sólo uno de los grandes narradores de la lengua inglesa, sino también uno de sus estilistas más refinados, la presencia de cualidades como el valor, la lealtad o el sentido del deber, propias de un imaginario, a la vez romántico y realista, cuyas virtudes no han perdido vigencia en un tiempo que desconfía de la épica e incluso ha puesto la aventura bajo sospecha. El arduo mundo de Conrad, donde el esfuerzo no siempre tiene recompensa, donde los héroes caen y se levantan o no se levantan, donde el honor y la culpa no son perversas antiguallas sino indicadores morales, está atravesado por una tensión que imprime a sus relatos una atmósfera característica, pero es sin duda la escritura, la peculiarísima forma, un tanto alambicada, que tenía de expresarse un autor que aprendió su lengua literaria pasados los veinte años, lo que más ha llamado la atención de los críticos que equiparan su singularidad a la de contemporáneos como Henry James, en la frontera entre las convenciones decimonónicas y la deriva experimental del modernismo. Con la excepción no menos admirable de Nabokov, el de Conrad es un caso único –de escritor no nativo que alcanza la cima en su idioma adquirido– y todas sus narraciones merecen revisitarse, pero el libro que mejor revela su poética, basado en la larga y apasionada relación con el mar de la que nació su tardía dedicación a la literatura, es un ensayo o “confesión”, The Mirror of the Sea, escrito por la época en que se peleaba con la novela Nostromo. Le debemos al anglófilo Javier Marías, que trazó un bienhumorado retrato del marino “en tierra” en una de sus Vidas escritas, la versión que dio a conocer en España ese ensayo memorable, atravesado por una “lengua extraña, densa y transparente a la vez”, que el traductor supo recrear con maestría. La primera edición de El espejo del mar, publicada a comienzos de los ochenta, con un prólogo de Juan Benet que elogiaba el trabajo de su discípulo, tuvo algo de manifiesto en favor de lo que el ingeniero llamaba grand style, por oposición a la prosa roma o meramente enunciativa. Pero la sintaxis “serpenteante” de Conrad, como la calificó el traductor, no impide que sus reflexiones conmuevan profundamente. Sigue resonando el hermoso canto a los veleros en la era de la navegación a vapor, entonado por un escritor que sabía de la íntima comunión de los mareantes con sus embarcaciones, seres vivos o casi vivos –a través de ellos captaba “la voz salvaje y exultante del alma del mundo”– y hermanados a los hombres en la inmensidad de los océanos.
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