Crónica personal
Pilar Cernuda
Salazar, otra pesadilla
Al día siguiente del viernes negro (aka Black Friday), día señalaíto en el santoral capitalista, cuyos descuentos que no podremos rechazar nos dejarán a dos velas, nada como encender las luces navideñas. Fiat lux and fiat luxury, primores. En Navidad, las ciudades compiten por ver quién la tiene más grande. Es así de obsceno: que si la luminaria, Vigo; que si el árbol, Badalona; que si el mega belén, Alicante… Sevilla no se queda atrás. Mañana inaugura “el belén iluminado más grande de España”. San José medirá 10 metros, y servidora tendrá pesadillas con ese santo varón, como el puritano doctor Antonio soñaba con una gigantesca Anita Ekberg, salida de un cartel publicitario en plan kingkona, en aquel corto delicioso de Fellini en Bocaccio’70.
Estarán pletóricos quienes reclamaban que los motivos religiosos volviesen a la decoración navideña de las calles, porque –insistían, no sin mosqueo– la Navidad conmemora al niño Jesús (es verdad que desear Feliz Solsticio tiene colleja). Leo en estas páginas que Sevilla este año redobla la apuesta por el cariz católico en la decoración callejera. Aquí es donde me pregunto yo –“la peor de todas”, que escribiría con su sangre mi colega Juana Inés de la Cruz, o como poco la menos indicada para hablar de semejantes teofanías– qué demonios tendrá que ver tanto vatio, tanto lumen, ni tanto belén efímero y gigante cual túmulo de Felipe II, con el mito y su misterio, con lo cristiano o mejor dicho con lo crístico. Esto no más tiene que ver con el único dios que, en la práctica, se adora: el Dios Dinero. Da igual que pongan carteles que recen “Dios existe”, como cuando aquella epidemia de insomnio en Macondo, o pancartas con la inscripción “Alá es el único Dios”, como la que vi las pasadas navidades a las puertas de Santa Sofía de Constantinopla, o figuras sacras en Sevilla del calibre del giraldillo: los alcaldes profetizan la parusía, el gran retorno, en forma de millones de euros.
Hace unos días, paseando con unos amigos por una ciudad andaluza de tamaño medio, les recomendaba que no se perdiesen su fantástica iluminación navideña. Allí adornan (o adornaban, me malicio que las cosas han cambiado) sus calles rectas y estrechas con unas pocas guirnaldas de luces que pone a bailar la brisa. La luz justa para alumbrar sin deslumbrar, para alegrarnos por dentro y aprender a recogernos en plena calle. Cero despilfarro. Todo belleza y elegancia.
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