NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Echamos de menos viajar cuando no podemos movernos y a la inversa, añoramos los apacibles escenarios domésticos cuando tenemos que andar de un lado para otro, pero dejando al margen la aspiración veraniega de huir como sea del lugar de residencia –el calendario laboral no permite muchas libertades para elegir otras fechas– puede decirse que las sociedades contemporáneas estimulan un deseo insaciable de no parar quietos. Es verdad que hay individuos especialmente proclives a hacer planes, dotados de una capacidad organizativa hasta cierto punto envidiable, pero la tendencia a la hiperactividad se ha generalizado hasta un extremo que convierte en sospechosos a esos otros que anteponen los placeres de la rutina a la promesa de improbables aventuras. Si el otoño o el invierno invitan al recogimiento, la llegada de lo que cada vez con mayor impropiedad llamamos el buen tiempo induce a lo contrario. No es sólo el turismo, invento maléfico que nos ha convertido a todos en invasores e invadidos, no son sólo las vacaciones o las escapadas, como decimos asumiendo el léxico de las agencias de viajes. El reclamo de novelerías, el ansia de experiencias se extienden también a la vida cotidiana y cualquier ruptura del ritmo acostumbrado es celebrada como una conquista. En un divertido relato de juventud, titulado El mal del ímpetu, el escritor ruso Iván Goncharov satirizó la inclinación de los entusiastas del movimiento a través de una familia que con la llegada de la estación cálida se entrega a una actividad desenfrenada, descrita como grave enfermedad contagiosa. En oposición a la figura que él mismo inmortalizaría en una novela posterior, Oblómov, donde reflejó la inacción de un miembro de la clase ociosa dominado por la abulia, una suerte de Bartleby eslavo que lleva al límite la famosa sentencia de Pascal en la que se atribuyen todas las desgracias de la humanidad al empeño en moverse de casa, los integrantes de la familia del relato son presa de un frenesí que los lleva a correr o trepar durante horas hasta que caen extenuados, enloquecidos por una chifladura contra la que no existe remedio. La ironía del autor parece apuntar a la moderna obsesión por el ejercicio o el esforzado disfrute de los excursionistas compulsivos, pero de algún modo anticipa también el vano ajetreo de nuestro tiempo. Se dice que el encierro durante la pandemia actuó como revulsivo y lo cierto es que a veces, salvo por el maldito virus, hemos llegado a sentir nostalgia de los días confinados.
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