Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Qué bostezo
En la primera homilía de su pontificado León XIV dio muchas pistas. “Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, es decir, el único Salvador y el que nos revela el rostro del Padre”. Importante en tiempos en los que se confunde el respeto entre las religiones con el sincretismo. La Iglesia es “arca de salvación que navega a través de las mareas de la historia, faro que ilumina las noches del mundo”. Tan hermoso como exacto. Precisando que la ilumina “no tanto gracias a la magnificencia de sus estructuras y a la grandiosidad de sus construcciones –como los monumentos en los que nos encontramos–, sino por la santidad de sus miembros”. Oportuno en tiempos en los que se quiere reducir las manifestaciones religiosas a un hermoso folclore residual.
“Hoy son muchos los contextos en los que la fe cristiana se retiene un absurdo, algo para personas débiles y poco inteligentes, contextos en los que se prefieren otras seguridades distintas a la que ella propone, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder o el placer. Hablamos de ambientes en los que no es fácil testimoniar y anunciar el Evangelio y donde se ridiculiza a quien cree, se le obstaculiza y desprecia, o, a lo sumo, se le soporta y compadece”. ¿Qué creyente –especialmente en entornos que son o se tienen por cultos– no se ha sentido mirado con condescendencia, como si fuera menor de edad intelectual? “Precisamente por esto, son lugares en los que la misión es más urgente, porque la falta de fe lleva a menudo consigo dramas como la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia, la violación de la dignidad de la persona en sus formas más dramáticas, la crisis de la familia y tantas heridas más que acarrean no poco sufrimiento a nuestra sociedad”. Ionesco lo expresó de forma trágicamente radical anotando en su diario “Dios o suicidio”. León XIV recordó que hay “contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido solamente a una especie de líder carismático o a un superhombre, y esto no sólo entre los no creyentes, sino incluso entre muchos bautizados, que de ese modo terminan viviendo, en este ámbito, un ateísmo de hecho”. Un mal que avanza incluso entre quienes se consideran creyentes en este decaído Occidente empeñado en olvidar sus raíces en Atenas y Jerusalén, como si fueran ruinas de un humanismo obsoleto.
Se intuye por qué, del primer al último papa León, escogió su nombre papal.
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