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La despedida de Manuela Carrasco de los escenarios podría ser motivo de tristeza, pero no se irá nunca del todo. Los artistas flamencos no saben irse. Paco Isidro, el cantaor de Huelva, lo cantó a su manera: “Aunque me voy, no me voy…”, dijo con su voz de caramelo de miel. También se fue Antonio Mairena y se arrimaba al toro del cante cada día más, aunque estuviera delicado del corazón. Como los toreros, los flamencos no se van nunca. Sentada en una silla, aunque aún no está para eso, seguiría emocionando solo con levantar los brazos y clavarnos su mirada de ojos negros. Si en este país amaran de verdad el flamenco habría que llevarla a las universidades y colegios de los pueblos para que contara sus vivencias en el baile. ¡Lo que podría contar esta mujer!
Se ha ido de los escenarios y nos queda un panorama en el baile que mejor no ahondar mucho en el asunto, porque no está el horno para bollos. No es que no se baile técnicamente bien, que sí. El problema es que hay poco arte y la que tiene personalidad se empeña en contarnos historias para no dormir. Bailaoras, lo que se dice bailaoras, no hay muchas. Me refiero a artistas que, como Manuela, sean capaces de levantar los brazos y hacer llorar a la Giralda. Creo que algunos nos vamos a plantar en la Plaza de Cuba a esperarla por si le diera por salir a pasear y al pasar el puente le hiciera una pose a la Torre del Oro.
“Puentecito de San Telmo/ cuando oigas sus pisadas/ dile por Dios que la espero/ entre los rizos del agua.”
No es fácil ver bailar a una artista como Manuela durante casi cincuenta años y dejar de verla. Hay cientos de vídeos, pero no es lo mismo. Es una bailaora para verla a dos metros, como cuando bailaba en La Cochera, con 18 años, de una manera tan salvaje que quitaba el aliento. Eran otros tiempos, cuando Matilde Coral, su marido Rafael el Negro y Antonio el Farruco, el trío Los Bolecos, paraban el tiempo en ese mismo tablao de la Puerta de Carmona.
Doña Pilar López, una de las mejores bailaoras de la historia, la hermana de La Argentinita, me dijo una noche en Córdoba en presencia de Mario Maya que Manuela era la única bailaora a la que miraría embelesada, aunque no bailara. Le impresionó aquella estampa tan gitana, esa noche en el Gran Teatro, inmóvil en el patio de butacas. Bailó Manuela unas seguiriyas tan negras y a la vez con tanta luz, que se removerían en Sevilla los huesos de La Macarrona.
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