NOTAS AL MARGEN
David Fernández
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De niña acompañaba a mi madre a la plaza de abastos dejándome para siempre el rastro imborrable de un extraño deslumbramiento: el de un mundo coral, propio y ajeno a la vez, sencillo e inalcanzable, natural y sagrado. Comprar en la plaza era su forma de hacer felices a los demás, de comprarle a cada uno su capricho, de hacer malabarismos económicos, de sumergirse en las estaciones del año, de preocuparse de todos los que le atendían después de haberlos visto encanecer y criar a sus hijos. Comprar era un rito y un misterio porque no sabía de antemano ni lo que habría ni lo que se le iba a antojar. Era encontrarse por sorpresa con amigas. Era improvisar un plan de comida. Era entrar antes en San Francisco a rezarle al santo de las cosas imposibles. Comprar era una enseñanza de vida.
Con su carro de la compra hacía su primera parada en el mercado, en las mujeres apostadas a la entrada con sus ajos, sus cebollas, sus ramas de perejil y hierbabuena, sus limones formando una frágil pirámide, su dignidad intacta. La última compra la hacía en el puesto de las flores que, con la belleza triste de las crestas de gallo, el luto carnoso de los crisantemos o la perfección turbadora de las peonías, saciaba su necesidad de volver a casa con un ramo.
La zona del pescado tenía su orden, lustre y jerarquía. Su ringorrango. Su escenificación. Como en las casas reales, las más insignes dinastías de gitanos, los Zarzana, los Méndez, Los Remendaos, Los Chaqueta, reinaban de generación en generación. Algunos con sus hijos príncipes desde niños aprendiendo el oficio. Mi mirada infantil no sabía si detenerse en los primorosos puestos como joyeros de Poseidón, en los pregones que daban un aire de juegos florales a la mañana, en los ojos ausentes de todos los pescados que convertían la visión en una pintura azul de Picasso o en todos aquellos hombres y mujeres, muy guapos y galanes la mayoría, que con particular orgullo exhibían su género.
José Zarzana era el faraón. Con su guardia real de pescados de cuchilla, su porte de gran señor, su pelo anillado, sus guayaberas bordadas, sus mandiles impolutos. Con su voz caracolera. Con la innegable verdad de quien se entrega a lo que hace, a lo que es. Con su hijo Luis, todavía niño como yo, preparándose para ese día, que es hoy, en que su padre faltara y nos quedara él para recordarle siempre. Descanse en paz.
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