¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

La utilidad del?legado de Elliott

22 de mayo 2025 - 03:08

El cuadro que donó el difunto sir John Elliott al Museo de Bellas Artes de Sevilla (Benito Navarrete mediante) tiene algo de belén laico: un niño jugando al diábolo, unos frailes paseando, una escena galante, un cazador y su galgo corredor, dos espadachines, una mula coceando, el aire meneando los álamos, un carruaje de paseo, las mujeres tapadas como monjas... y esa distinción absoluta en el vestir entre la plebe y los del ringorrango. Los primeros con el sombreo de ala ancha y los ropajes marrones (el color de los pobres); los segundos con tricornio y casaca, como esos personajes que pintaría con primor mucho tiempo después Jiménez Aranda para adornar los salones de la burguesía industrial, cuando el siglo XVIII ya era un divertimento rococó en aquella próspera España canovista.

Incluso para una mirada inexperta como la nuestra es evidente que el cuadro no es obra de un gran maestro. Pero tiene algo mucho más importante que el talento: el don de la gracia. Qué hermosa era aquella Alameda antes de ser campo de putas y yonkis y, posteriormente, real de ocio nocturno para la modernidad de provincias. La Alameda barroca de las vanidades y la de fin de siècle con sus verbenas, cinematógrafos y murgas.

El cuadro donado por sir John Elliott es obra anónima, como las fotos de postal. Nos muestra una Alameda antes de la reforma de Larumbe de 1764, cuando se colocaron las columnas del extremo norte con los leones y los escudos de la ciudad y el reino tallados por Cayetano de Acosta. Es una Alameda que guarda el diseño inicial del conde de Barajas, probablemente espoleado por el mismo Felipe II. En primer plano, las dos columnas de roca egipcia, con las esculturas de Pesquera que representan a Hércules y César, fundadores mítico y jurídico de la Muy Mariana, respectivamente. Al fondo, como punto de fuga, la Cruz del Rodeo, aún bermeja por la sangre del calavera Perafán de Rivera, primogénito de los condes de la Torre. A los lados, las acequias con sus alcantarillas y las hileras de árboles que dan frescor al primer paseo intramuros de Europa.

Qué bien nos ha hecho don John al regalarnos este cuadro. No solo por su encanto, sino también por su utilidad. Dicen que el alcalde Sanz quiere devolver a la Alameda el viejo aspecto de aquel paseo de brisas y sombras, sacar la pata que se metió con aquella reforma que es mejor no recordar. Pues ahí tiene el boceto, solo hace falta ir al Museo de Bellas Artes para contemplarlo. Y que Dios tenga en su gloria al gran Elliott.

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