Notas al margen
David Fernández
Los portavoces espantapájaros del Congreso
Gafas de cerca
La municipal es la menos ideologizada de las formas de poder político, por estar ligada a la inmediatez de los asuntos cotidianos. A los políticos locales se los encuentra uno en un concierto o en un supermercado. En materia turística, los ayuntamientos tienen alguna mano. No mucha, porque sus ordenanzas se deben atener a la pirámide de leyes autonómicas, estatales y comunitarias (la Europa rica quiere que España ejerza de destino turístico, y no va a tomar medidas drásticas contra sus patologías: “Has recibido mucho; da buenas bebida y comida (?), satisface a nuestros jubiletas, playeros y fiesteros”).
Lo que para los pueblos es gloria –los turistas–, para las ciudades objeto del deseo de aerolíneas e inversores se está convirtiendo en algo problemático, cuyo saldo para las ciudades y sus residentes no está tan claro como proclaman quienes, legalmente, explotan los negocios turísticos: el consumo de agua de un transeúnte multiplica al de un lugareño estable; las necesidades de Policía y recogida de basuras, otro tanto: en estos servicios públicos locales, la atención al cliente externo se zampa la atención al cliente interno.
La llegada de oleadas masivas necesitaba más oferta que las de los hoteles, y sobre todo para el turista tieso. Surgieron así los edificios de apartamentos puramente turísticos, contra los que poco hay que objetar: están bajo relativo control, aparte de haber salvado de la piqueta a muchas casonas. El alcalde sevillano Sanz, valga el ejemplo, quiere obligar a aquellos que explotan pisos en casa de comunidad de vecinos –nada que ver con el modelo anterior– a identificarse con una placa en la puerta del inmueble. Parece sensato... y cosmético. Estas VUT (Viviendas de Uso Turístico) son una especie de pensiones sin responsable in situ, alimentadas por plataformas USA. Comparadas con las exigencias de todo tipo con las que se somete a los hoteles, las de las VUT son jauja: mi no compriender.
En el fondo, la placa apuntala un poco más a un engendro, pero sirve para que, por ejemplo, quien se interese por un piso allí sepa que puede encontrarse cada día con perpetuos “melones por calar” en el ascensor o la azotea. O bien mirado –y viva el mercado libre–, para montar en ese bloque su negocio turístico a tiro de licencia exprés. (¿Por qué no autorizar en los condominios otras actividades potencialmente turísticas, como pequeños casinos o casas de citas? Las ha habido, y enquistadas, ocasionando extraordinarios daños psicológicos, patrimoniales y “morales” a los residentes fijos.)
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