La tribuna

Ser católico mola

Ser católico mola

Periodista Y Escritor

Debo ser el opinador número mil (y cuarto y mitad) que viene a hablar de forma cargante acerca del repentino auge del catolicismo y de sus conurbaciones culturales. Dios está de moda. Seguir a Jesús es mucho más sexy después de ver The Choosen. TikTok te explica cómo rezar la ristra de misterios del rosario. Ir a misa ya no resulta plúmbeo ni mueve a risitas conmiserativas. Escuchar el Magnificat por Spotify te hace ver que tu miserable tiempo mundano halla su plenitud bajo la Liturgia de las Horas. La imaginería cristiana acompaña y no asfixia ver la severa cruz en una pared. No da vergüenza escuchar Radio María en el baño o en la cocina. La Generación Z está al día con lo que dice su influencer católico favorito. Y Cristo, por si lo habías olvidado, sigue estando presente en la eucaristía, está aquí, en este trozo de pan, como canta el grupo Hakuna.

Este es el cuadro. Este es el políptico. El mundo hiperventilado de hoy es una continua avalancha donde la moda se devora a sí misma. Alguien dirá, evangelio en mano, que habría que salvar a Dios de la máscara de Dios. Sea como sea la religión ha vuelto entre la moda pía y la conversión a la carta. Ahora los curas ya no nos parecen unos cuervos con casullas ni los sacramentos unas directrices pesadas cuando no indescifrables. No es de extrañar que haya quien muestre su hartazgo por este retorno mediático al catolicismo. “Menos Rosalía de Lux y más Kaka de Lux”, dirá algún viejo punk setentero digno de toda ternura.

Cuando el extravío lo ocupa todo de jóvenes a cincuentones, aparece el único asidero: Dios. Rellena el vacío y lo colma con su ausencia (“A veces, la mayor presencia de Dios es su aparente ausencia”, dice San Juan de la Cruz). La búsqueda de Jesús encandila a los culturetas de gran formato (usted o yo mismo). Aparece así bajo la supernova catártica en la voz de Nick Cave. Habita en los libros del filósofo surcoreano y católico Byung-Chul Han. Lo invoca el mantra en el silencio meditativo que enseña el novelista y sacerdote Pablo d’Ors. Y se hace presente sincréticamente en el sufismo cuyo halo envuelve a la película Sirat bajo la sequedad cristiana del desierto.

La moda de Dios no escapa a la mezcolanza. Ha vuelto, en parte, el catolicismo tridentino del orden litúrgico y la belleza sacramental. Pese a los signos tremendistas (rosarios en la sede diabólica de Ferraz, la ténebre ceniza de cuaresma en la frente de Marco Rubio, el pulp sanguinolento de los antiabortistas), lo que ha vuelto es el rostro humano y acogedor del cristianismo amable. El papa Francisco, como ahora a su modo León XIV (el papa Bob, como lo llama la juventud creyente en las redes), han avivado el catolicismo emanado del Concilio Vaticano II y de aquel Cristo artesano y alterno al que miraron –cada cual en su tiempo– León XIII, Juan XXIII y Pablo VI. La ultraderecha cala en muchos de los jóvenes que protagonizan ahora el revival católico.

Pero no hay ideología clara ni sello político preciso en el nuevo abrazo a la religión (la monja Rosalía, novicia del marketing, es la misma que gritó “Fuck Vox!”).

No pretendo aquí impartir catequesis de nada. Pero sí quisiera uno salvar la turbadora película Los domingos de Alauda Ruiz de Azúa del llamado giro católico cuyo remolino nos ocupa. Quizá no haya hecho más que aparecer casualmente en pleno redescubrimiento de lo religioso. Lo que desarma en la película no es más que el hecho puro y desnudo por el que una muchacha, del aquí y del ahora, decide hacerse monja cuando este tema no estaba encima de la mesa ni venía en ningún orden del día. Ni por parte de la familia burguesa bilbaína donde vive ni por parte de ninguno de nosotros, los espectadores en el cine. Lo que nos desajusta en la conversión de la chica (su rostro, por cierto, recuerda la redondez de ojos en Los músicos y en Apolo tocando el laúd de Caravaggio), es la naturalidad, escasa incluso de empatía, con la que esta hija de nuestro tiempo acepta el llamado de Jesús. Creyentes y no creyentes asistimos, en comunión de perplejos, a un acto que hasta ahora estaba fuera de agenda.

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